Carlos estuvo pensando todo el rato en la película que había visto aquella tarde, y aún la tenía en la cabeza cuando entró en la cervecería y comprobó que, como siempre, la mayor parte de las mesas estaban vacías. Ocupó la más alejada, pidió una Leffe rubia, se levantó, fue hacia la máquina de tabaco y compró un paquete de Marlboro. Se sentía muy bien escuchando las canciones de los ochenta que solían poner allí, fumando un cigarrillo y terminando poco a poco su cerveza.
Alguien se acercó a la mesa. Le inundó una ola de perfume fresco y goloso.
–¡Hola!
–Hola, Ángela.
La miró estupefacto. Se había puesto una falda muy corta y unas medias oscuras con botas negras. Llevaba también una blusa negra, tan ajustada que le insinuaba los pechos como apetitosas bolas de nata. Sonreía de una manera blanca y extremadamente fresca. La chica se apoyó en la mesa para darle un beso y Carlos se fijó en que se había puesto guantes de rejilla en las manos. Le avergonzó un poco lo joven que parecía, pero al mismo tiempo eso le excitaba.
–Perdona que haya tardado. Antes de salir me llamó mi padre.
–Entiendo. ¿Estás bien?
–Bueno... –miró hacia el tapete de papel. Después le cogió las manos –ya sabes. Lo de siempre. Pero yo no quiero volver a casa por nada del mundo.
Al poco rato, apareció el camarero y les tomó nota. Pidieron una ensalada tropical –“con mucha salsa de cóctel”, dijo Ángela–, dos hamburguesas con patatas y una botella de vino tinto.
–Lo peor de todo –siguió– es que no puedo permitirme pagar más de lo que pago ahora. El otro día, el dueño del piso volvió a recordarnos que tenemos que irnos antes de verano. No sé qué hacer.
Llegaron la bebida y la comida. Carlos llenó generosamente de vino las dos copas.
–Bebe y no te preocupes. Hoy vamos a pasarlo bien.
–Lo sé. Tenía muchas ganas de verte.
–Yo también. Toma un cigarrillo.
Acabaron rápido con los platos y siguieron bebiendo. El rostro de Ángela se sonrojó. Empezaron a hablar de películas.
–El otro día, en la universidad, nos pusieron El año pasado en Marienbad.
–¿Estaba bien?
–Era hermosa. Pero también difícil de entender.
–No sé si me gustaría.
–¿Has visto algo últimamente que valga la pena?
Apuró su copa de vino y la dejó sobre la mesa seguro de que iba a responder que no, pero entonces se acordó de la película de aquella tarde.
–Sí. Hoy, precisamente.
–¿No me habías dicho que tenías trabajo?
Carlos encendió lentamente un pitillo.
–Sí, sí, claro. Es que no era una película. Era una serie. Muy corta. La he visto mientras me arreglaba para venir.
–¿De qué trataba?
–Un tipo realmente malvado. Vivía con su esposa y por la noche se dedicaba a matar a mujeres y violarlas después de muertas. Es un caso real. No recuerdo cómo se llamaba...
–¿Henry Lee Lucas?
–No.
–¿Ted Bundy?
–¡Exacto! Ted Bundy. Un loco. Mató a unas cien chicas golpeándolas en la cabeza. Pero con su esposa llevaba una vida absolutamente normal. Ella nunca sospechó.
Pidió la cuenta, y Ángela abrió su bolso pero Carlos se apresuró y puso rápidamente un billete sobre el plato. Rodeó sus hombros con el brazo y antes de salir a la calle lo retiró.
–¿Vamos a tomar algo al Outside? –preguntó él.
–Verás, tenía otra idea. Vamos a un sitio donde no hemos estado nunca. El Valhala. Allí están algunos de mis amigos. Te los quiero presentar.
–Sabes que soy muy tímido.
–Son muy majos. No te preocupes. Quiero que los conozcas.
Ángela apoyó la cabeza sobre su hombro y él miró hacia el suelo todo el rato mientras atravesaban la calle Tallers. Ignoraron a un hombre joven y sucio que les pidió dinero. Entraron en el Valhala. Sonaba de manera atronadora una música heavy.
–Están al fondo.
–Espera. Tomemos algo antes.
Pidió dos whiskys en la barra y la siguió hasta unas mesas apartadas en una zona oscura. Ángela empezó a saludar y él se sentó en la silla más alejada, justo al lado de un tipo de gran barriga, con una melena lacia y sucia de color gris y pantalones de cuero. Parecía un ángel del infierno. Ella se sentó en un sofá cercano y charló con un joven con gorra, vestido completamente de negro y con una camisa abierta justo en el pecho, dejando ver el tatuaje de un corazón sangrante. Se giró hacia él.
–Mira Carlos, éste es Juan.
–Hola.
Le señaló a otro tipo que había más allá, con una larga y oscura melena sujetada por un pañuelo y que agitaba de vez en cuando.
–Y ése es Iván.
Ángela habló más con ellos y él comenzó a aburrirse. El ángel del infierno barbudo bebía sin parar, pero no decía nada. Carlos decidió tantearlo.
–¿Eres amigo de ellos? –le preguntó.
–Ah, sí. Un poco.
La expresión de aquel tipo era humilde, casi introvertida e incluso asustadiza, lo bastante como para no tomarse en serio la peligrosidad de su imagen. Daba la impresión de tener algo menos de cuarenta años, muy mal llevados. Bebió de su copa, miró adelante y después se volvió de nuevo hacia Carlos, titubeando.
–¿Eres el novio de Ángela?
–No. Bueno, sí. Amigos.
Sonrió buscando la complicidad. Pero el barbudo sólo asintió.
–¿Y te gusta esta música?
–No mucho, la verdad.
–Yo a veces pincho aquí. Aunque me gustan más estilos.
Sacó un paquete de tabaco y le ofreció un pitillo. Carlos lo aceptó, lo encendió y dio una larga calada echándose hacia atrás en la silla.
–Así que te dedicas a esto de la música.
–En realidad es mi afición. Por las mañanas trabajo en correos. ¿Y tú?
–Yo soy... yo trabajo en casa. Soy autónomo. Diseñador.
–Interesante.
–Bueno, no me deja mucho tiempo libre.
El barbudo asintió otra vez.
–Pues yo tengo las tardes libres. Me paso las horas... leyendo tebeos. Me encantan los superhéroes. Me pasaría así el resto de mi vida. Colecciono figuras de acción. Es otro de mis hobbies. Mis padres no pueden entenderlo.
–Claro.
–Voy a pedir una copa. ¿Quieres una?
–Vale.
Mientras el barbudo iba hacia la barra, Carlos se hizo el propósito de decirle a Ángela que quería irse. Al poco rato ella se levantó y caminó hacia él, sonriendo, pero la vio tan bonita y tan pura que fue incapaz de decir nada. La chica se arrodilló, le dio varios besos en el cuello y le dijo al oído:
–Voy al lavabo. ¿Estás bien?
–Sí.
Se quedó solo con el chico de la gorra y el tatuaje y con el de la melena. No pudo aguantar el silencio.
–¿A qué os dedicáis?
La pregunta le pareció estúpida desde el mismo momento en que la formuló. Por eso le sorprendió la vehemencia con la que respondió el joven del tatuaje del corazón que sangraba. Hablaba como si estuviera leyendo un discurso.
–Soy director de cine. Bueno, principalmente soy artista.
–Vaya.
–Dirijo cortos en los que doy mi visión de la vida y la muerte. Necesito expresarme, supurar el dolor que siento y compartirlo. El arte recorre mis venas.
A Carlos le llegaba el fuerte olor a alcohol de su aliento.
–Bueno, le diré a Ángela que me pase algo de lo que has hecho.
–No, no creo que te guste –al decir esto, miró con dignidad hacia un lado.
–¿Por qué no me iba a gustar?
–Para serte franco, al verte entrar por aquí me has parecido muy estirado. Ángela me ha dicho que eres diseñador. Pues bien, tienes toda la pinta. Y tienes que saber que para mí la estética no tiene importancia, me parece una barbaridad dedicarle el más mínimo esfuerzo. Mi arte arranca directamente del corazón y brota en estado puro. No sabrías comprenderlo.
En ese momento regresó el ángel del infierno. Le pasó una copa de whisky.
–Gracias, amigo.
Tomó algunos sorbos en silencio. Vio que Ángela salía del lavabo e iba hacia la barra. Observó que el chico de la melena se dirigía a él. No paraba de agitar su pelo de un lado a otro.
–Vaya, eres diseñador. ¿Has trabajado alguna vez para una editorial?
–Bueno, algo así.
–Yo soy escritor.
–¿Has publicado algo?
–No. En realidad llevo mucho tiempo liado con una novela en la que quiero dar mi visión de la vida. Pero no logro tirarla adelante.
–¿Cuál es el problema?
–Me olvido de los personajes.
Carlos empezó a reír pensando que era una broma. Pero se detuvo inmediatamente al ver en su rostro un gesto de resignación que carecía de la más mínima ironía. Después el tipo se quitó el pañuelo de la cabeza para recolocárselo, y en ese pequeño espacio de tiempo pudo ver una clara cicatriz rectilínea que le cruzaba la cabeza de lado a lado. Cuando se lo volvió a poner, siguió agitando la melena.
Ángela se acercó sonriendo, le cogió de una mano y le preguntó:
–¿Nos vamos?
Apuró su copa de whisky y se levantó.
–Espera –dijo el chico de la melena. Toma. Espero que si surge la oportunidad con alguna editorial, puedas echarme un cable.
Le tendió una tarjeta con su nombre, correo electrónico y teléfono. En la parte inferior, en letra cursiva, ponía: “escritor”.
Se despidieron y salieron de allí.
–¿Qué se hizo ese pobre chico en la cabeza? –preguntó Carlos.
–¿Iván? ¿El de la melena? Nada.
–Le he visto una cicatriz terrible.
–No le pasó nada. Simplemente se quedó calvo y decidió ir a un centro de estética para que le cosieran una peluca en la cabeza. Lo que has visto era la costura. Sólo puede ocultarla con el pañuelo.
El piso de Ángela era antiguo, con olor a humedad. Las paredes tenían grietas abundantes y exhibían amplios desconchados. Caminaron por el pasillo hasta llegar a la habitación. Ángela encendió una lamparilla que les alumbró con luz íntima. Había muchos libros apilados en columnas o directamente desperdigados por el suelo. Se besaron con los cuerpos muy juntos. Carlos la empujó contra la cama y se echó encima de ella. Sonaron los muelles del somier.
–Ten cuidado –le dijo. No me gustaría que despertásemos a mi compañera de piso.
Media hora después, la luz estaba apagada y Ángela descansaba a su lado. Podía ver su triángulo de vello púbico al principio de unas largas y torneadas piernas, que se entrecruzaban con las suyas. Su rostro parecía más agradable que nunca, matizado con una ensoñadora belleza que venía del cansancio y de las sombras. Ángela le besaba el hombro y le acariciaba el cabello.
–Me gustas mucho –le dijo.
–Gracias –dijo Carlos. Tú a mí también.
–He estado pensando algo –hablaba casi en susurros con una voz que sonaba tan dulce como ingenua.
–Dime.
–Si nos echan de aquí, tendré que volver a casa con mi padre. Sabes lo que eso significaría para mí y lo mal que me sentiría. Sería un fracaso. Un paso atrás.
–Claro.
–Tú vives solo. Pero nunca me has invitado a tu piso.
–Sabes que vivo un poco lejos.
Los ojos de la chica se entornaron, decepcionados.
–Aun así... creo que tienes razón. Me gustaría invitarte a mi casa el fin de semana que viene. ¿Quieres venir?
La expresión de Ángela cambió por completo.
–¡Claro que sí! Deja la cena a mi cargo. Nunca habrán cocinado para ti igual.
–Bien. Entonces yo compro la bebida.
–¿Te das cuenta de cómo nos compenetramos?
–Sí.
Estuvo callada unos segundos.
–Si me echan, ¿podré ir a vivir contigo? Aunque sólo sea una temporada.
Carlos le acarició el cuello.
–Por supuesto. Me sentiría muy feliz. Podrás quedarte el tiempo que quieras.
Ella le tomó la cabeza con las manos y le dio un beso en los labios.
–Te quiero.
–Y yo a ti.
A las tres de la mañana, Carlos se levantó y empezó a vestirse.
–¿Te vas?
–Ya te expliqué que he de entregar ese proyecto a primera hora. En cuanto llegue a casa deberé seguir trabajando. La semana que viene no tengo nada. Podremos estar juntos todo el tiempo. Además, eres mi invitada, ¿no?
–¡Sí!
Ángela se puso unas bragas y una camiseta y lo acompañó hasta la portería. Se dieron un beso largo, muy cálido, antes de despedirse.
Condujo por la autopista en dirección a Tarragona y tomó la salida una hora después. Aparcó frente a un edificio de reciente construcción. Antes de entrar en la portería, sacó la tarjeta que le había dado el chico de la melena y la rompió en pedazos que dejó caer al suelo. Subió las escaleras y abrió la puerta cuidadosamente con la llave.
En el recibidor, se palpó la chaqueta y se encontró con el paquete de tabaco, en el que aún quedaban algunos cigarrillos. Salió al balcón y lo lanzó a la calle. Luego entró en el baño. Se lavó los dientes dos veces, se enjabonó las manos, se echó colonia por todo el cuerpo y después se sentó en el bidé y dejó el agua correr.
Entró en la habitación. Se tumbó al lado de la chica que dormía en la cama de matrimonio. Ella murmuró algo.
–Hola Raquel. Ya estoy aquí.
La chica acababa de salir de un sueño profundo.
–¿Qué tal la cena de empresa?
–Muy aburrida. Pero se empeñaron en tomar algo en la discoteca de la novia del encargado. Ya sabes cómo somos los informáticos. Para una vez que salimos...
La abrazó por detrás. Ella respiró hondamente y le dijo:
–Acuérdate de que mañana tenemos que salir pronto.
–Sí. No me he olvidado de la barbacoa.
Volvía a dormirse.
–.... quieres?
–¿Perdona?
–¿Me quieres?
Carlos le dio un beso en el cuello.
–Pues claro que te quiero, vida mía.
Se hizo a un lado y miró hacia el techo para intentar dormirse. Pensaba en la barbacoa del día siguiente. En el hermano de Raquel, un profesor de instituto que sólo sabía contar anécdotas sobre sus alumnos. En los hijos de su hermana, a los que era muy difícil soportar más de media hora sin perder la paciencia. O en su madre, que siempre estaba dispuesta a despreciar cualquier cosa que hiciera su hija. Después tuvo imágenes de la noche y de la gente a la que había conocido.
Pero no podía pegar ojo. Se sentía extraño. Era incapaz de recordar el nombre del protagonista de la película que había visto por la tarde, de aquel loco que se dedicaba a matar a golpes a las chicas que se cruzaban en su camino y que luego acariciaba a su mujer como si tal cosa.
Alguien se acercó a la mesa. Le inundó una ola de perfume fresco y goloso.
–¡Hola!
–Hola, Ángela.
La miró estupefacto. Se había puesto una falda muy corta y unas medias oscuras con botas negras. Llevaba también una blusa negra, tan ajustada que le insinuaba los pechos como apetitosas bolas de nata. Sonreía de una manera blanca y extremadamente fresca. La chica se apoyó en la mesa para darle un beso y Carlos se fijó en que se había puesto guantes de rejilla en las manos. Le avergonzó un poco lo joven que parecía, pero al mismo tiempo eso le excitaba.
–Perdona que haya tardado. Antes de salir me llamó mi padre.
–Entiendo. ¿Estás bien?
–Bueno... –miró hacia el tapete de papel. Después le cogió las manos –ya sabes. Lo de siempre. Pero yo no quiero volver a casa por nada del mundo.
Al poco rato, apareció el camarero y les tomó nota. Pidieron una ensalada tropical –“con mucha salsa de cóctel”, dijo Ángela–, dos hamburguesas con patatas y una botella de vino tinto.
–Lo peor de todo –siguió– es que no puedo permitirme pagar más de lo que pago ahora. El otro día, el dueño del piso volvió a recordarnos que tenemos que irnos antes de verano. No sé qué hacer.
Llegaron la bebida y la comida. Carlos llenó generosamente de vino las dos copas.
–Bebe y no te preocupes. Hoy vamos a pasarlo bien.
–Lo sé. Tenía muchas ganas de verte.
–Yo también. Toma un cigarrillo.
Acabaron rápido con los platos y siguieron bebiendo. El rostro de Ángela se sonrojó. Empezaron a hablar de películas.
–El otro día, en la universidad, nos pusieron El año pasado en Marienbad.
–¿Estaba bien?
–Era hermosa. Pero también difícil de entender.
–No sé si me gustaría.
–¿Has visto algo últimamente que valga la pena?
Apuró su copa de vino y la dejó sobre la mesa seguro de que iba a responder que no, pero entonces se acordó de la película de aquella tarde.
–Sí. Hoy, precisamente.
–¿No me habías dicho que tenías trabajo?
Carlos encendió lentamente un pitillo.
–Sí, sí, claro. Es que no era una película. Era una serie. Muy corta. La he visto mientras me arreglaba para venir.
–¿De qué trataba?
–Un tipo realmente malvado. Vivía con su esposa y por la noche se dedicaba a matar a mujeres y violarlas después de muertas. Es un caso real. No recuerdo cómo se llamaba...
–¿Henry Lee Lucas?
–No.
–¿Ted Bundy?
–¡Exacto! Ted Bundy. Un loco. Mató a unas cien chicas golpeándolas en la cabeza. Pero con su esposa llevaba una vida absolutamente normal. Ella nunca sospechó.
Pidió la cuenta, y Ángela abrió su bolso pero Carlos se apresuró y puso rápidamente un billete sobre el plato. Rodeó sus hombros con el brazo y antes de salir a la calle lo retiró.
–¿Vamos a tomar algo al Outside? –preguntó él.
–Verás, tenía otra idea. Vamos a un sitio donde no hemos estado nunca. El Valhala. Allí están algunos de mis amigos. Te los quiero presentar.
–Sabes que soy muy tímido.
–Son muy majos. No te preocupes. Quiero que los conozcas.
Ángela apoyó la cabeza sobre su hombro y él miró hacia el suelo todo el rato mientras atravesaban la calle Tallers. Ignoraron a un hombre joven y sucio que les pidió dinero. Entraron en el Valhala. Sonaba de manera atronadora una música heavy.
–Están al fondo.
–Espera. Tomemos algo antes.
Pidió dos whiskys en la barra y la siguió hasta unas mesas apartadas en una zona oscura. Ángela empezó a saludar y él se sentó en la silla más alejada, justo al lado de un tipo de gran barriga, con una melena lacia y sucia de color gris y pantalones de cuero. Parecía un ángel del infierno. Ella se sentó en un sofá cercano y charló con un joven con gorra, vestido completamente de negro y con una camisa abierta justo en el pecho, dejando ver el tatuaje de un corazón sangrante. Se giró hacia él.
–Mira Carlos, éste es Juan.
–Hola.
Le señaló a otro tipo que había más allá, con una larga y oscura melena sujetada por un pañuelo y que agitaba de vez en cuando.
–Y ése es Iván.
Ángela habló más con ellos y él comenzó a aburrirse. El ángel del infierno barbudo bebía sin parar, pero no decía nada. Carlos decidió tantearlo.
–¿Eres amigo de ellos? –le preguntó.
–Ah, sí. Un poco.
La expresión de aquel tipo era humilde, casi introvertida e incluso asustadiza, lo bastante como para no tomarse en serio la peligrosidad de su imagen. Daba la impresión de tener algo menos de cuarenta años, muy mal llevados. Bebió de su copa, miró adelante y después se volvió de nuevo hacia Carlos, titubeando.
–¿Eres el novio de Ángela?
–No. Bueno, sí. Amigos.
Sonrió buscando la complicidad. Pero el barbudo sólo asintió.
–¿Y te gusta esta música?
–No mucho, la verdad.
–Yo a veces pincho aquí. Aunque me gustan más estilos.
Sacó un paquete de tabaco y le ofreció un pitillo. Carlos lo aceptó, lo encendió y dio una larga calada echándose hacia atrás en la silla.
–Así que te dedicas a esto de la música.
–En realidad es mi afición. Por las mañanas trabajo en correos. ¿Y tú?
–Yo soy... yo trabajo en casa. Soy autónomo. Diseñador.
–Interesante.
–Bueno, no me deja mucho tiempo libre.
El barbudo asintió otra vez.
–Pues yo tengo las tardes libres. Me paso las horas... leyendo tebeos. Me encantan los superhéroes. Me pasaría así el resto de mi vida. Colecciono figuras de acción. Es otro de mis hobbies. Mis padres no pueden entenderlo.
–Claro.
–Voy a pedir una copa. ¿Quieres una?
–Vale.
Mientras el barbudo iba hacia la barra, Carlos se hizo el propósito de decirle a Ángela que quería irse. Al poco rato ella se levantó y caminó hacia él, sonriendo, pero la vio tan bonita y tan pura que fue incapaz de decir nada. La chica se arrodilló, le dio varios besos en el cuello y le dijo al oído:
–Voy al lavabo. ¿Estás bien?
–Sí.
Se quedó solo con el chico de la gorra y el tatuaje y con el de la melena. No pudo aguantar el silencio.
–¿A qué os dedicáis?
La pregunta le pareció estúpida desde el mismo momento en que la formuló. Por eso le sorprendió la vehemencia con la que respondió el joven del tatuaje del corazón que sangraba. Hablaba como si estuviera leyendo un discurso.
–Soy director de cine. Bueno, principalmente soy artista.
–Vaya.
–Dirijo cortos en los que doy mi visión de la vida y la muerte. Necesito expresarme, supurar el dolor que siento y compartirlo. El arte recorre mis venas.
A Carlos le llegaba el fuerte olor a alcohol de su aliento.
–Bueno, le diré a Ángela que me pase algo de lo que has hecho.
–No, no creo que te guste –al decir esto, miró con dignidad hacia un lado.
–¿Por qué no me iba a gustar?
–Para serte franco, al verte entrar por aquí me has parecido muy estirado. Ángela me ha dicho que eres diseñador. Pues bien, tienes toda la pinta. Y tienes que saber que para mí la estética no tiene importancia, me parece una barbaridad dedicarle el más mínimo esfuerzo. Mi arte arranca directamente del corazón y brota en estado puro. No sabrías comprenderlo.
En ese momento regresó el ángel del infierno. Le pasó una copa de whisky.
–Gracias, amigo.
Tomó algunos sorbos en silencio. Vio que Ángela salía del lavabo e iba hacia la barra. Observó que el chico de la melena se dirigía a él. No paraba de agitar su pelo de un lado a otro.
–Vaya, eres diseñador. ¿Has trabajado alguna vez para una editorial?
–Bueno, algo así.
–Yo soy escritor.
–¿Has publicado algo?
–No. En realidad llevo mucho tiempo liado con una novela en la que quiero dar mi visión de la vida. Pero no logro tirarla adelante.
–¿Cuál es el problema?
–Me olvido de los personajes.
Carlos empezó a reír pensando que era una broma. Pero se detuvo inmediatamente al ver en su rostro un gesto de resignación que carecía de la más mínima ironía. Después el tipo se quitó el pañuelo de la cabeza para recolocárselo, y en ese pequeño espacio de tiempo pudo ver una clara cicatriz rectilínea que le cruzaba la cabeza de lado a lado. Cuando se lo volvió a poner, siguió agitando la melena.
Ángela se acercó sonriendo, le cogió de una mano y le preguntó:
–¿Nos vamos?
Apuró su copa de whisky y se levantó.
–Espera –dijo el chico de la melena. Toma. Espero que si surge la oportunidad con alguna editorial, puedas echarme un cable.
Le tendió una tarjeta con su nombre, correo electrónico y teléfono. En la parte inferior, en letra cursiva, ponía: “escritor”.
Se despidieron y salieron de allí.
–¿Qué se hizo ese pobre chico en la cabeza? –preguntó Carlos.
–¿Iván? ¿El de la melena? Nada.
–Le he visto una cicatriz terrible.
–No le pasó nada. Simplemente se quedó calvo y decidió ir a un centro de estética para que le cosieran una peluca en la cabeza. Lo que has visto era la costura. Sólo puede ocultarla con el pañuelo.
El piso de Ángela era antiguo, con olor a humedad. Las paredes tenían grietas abundantes y exhibían amplios desconchados. Caminaron por el pasillo hasta llegar a la habitación. Ángela encendió una lamparilla que les alumbró con luz íntima. Había muchos libros apilados en columnas o directamente desperdigados por el suelo. Se besaron con los cuerpos muy juntos. Carlos la empujó contra la cama y se echó encima de ella. Sonaron los muelles del somier.
–Ten cuidado –le dijo. No me gustaría que despertásemos a mi compañera de piso.
Media hora después, la luz estaba apagada y Ángela descansaba a su lado. Podía ver su triángulo de vello púbico al principio de unas largas y torneadas piernas, que se entrecruzaban con las suyas. Su rostro parecía más agradable que nunca, matizado con una ensoñadora belleza que venía del cansancio y de las sombras. Ángela le besaba el hombro y le acariciaba el cabello.
–Me gustas mucho –le dijo.
–Gracias –dijo Carlos. Tú a mí también.
–He estado pensando algo –hablaba casi en susurros con una voz que sonaba tan dulce como ingenua.
–Dime.
–Si nos echan de aquí, tendré que volver a casa con mi padre. Sabes lo que eso significaría para mí y lo mal que me sentiría. Sería un fracaso. Un paso atrás.
–Claro.
–Tú vives solo. Pero nunca me has invitado a tu piso.
–Sabes que vivo un poco lejos.
Los ojos de la chica se entornaron, decepcionados.
–Aun así... creo que tienes razón. Me gustaría invitarte a mi casa el fin de semana que viene. ¿Quieres venir?
La expresión de Ángela cambió por completo.
–¡Claro que sí! Deja la cena a mi cargo. Nunca habrán cocinado para ti igual.
–Bien. Entonces yo compro la bebida.
–¿Te das cuenta de cómo nos compenetramos?
–Sí.
Estuvo callada unos segundos.
–Si me echan, ¿podré ir a vivir contigo? Aunque sólo sea una temporada.
Carlos le acarició el cuello.
–Por supuesto. Me sentiría muy feliz. Podrás quedarte el tiempo que quieras.
Ella le tomó la cabeza con las manos y le dio un beso en los labios.
–Te quiero.
–Y yo a ti.
A las tres de la mañana, Carlos se levantó y empezó a vestirse.
–¿Te vas?
–Ya te expliqué que he de entregar ese proyecto a primera hora. En cuanto llegue a casa deberé seguir trabajando. La semana que viene no tengo nada. Podremos estar juntos todo el tiempo. Además, eres mi invitada, ¿no?
–¡Sí!
Ángela se puso unas bragas y una camiseta y lo acompañó hasta la portería. Se dieron un beso largo, muy cálido, antes de despedirse.
Condujo por la autopista en dirección a Tarragona y tomó la salida una hora después. Aparcó frente a un edificio de reciente construcción. Antes de entrar en la portería, sacó la tarjeta que le había dado el chico de la melena y la rompió en pedazos que dejó caer al suelo. Subió las escaleras y abrió la puerta cuidadosamente con la llave.
En el recibidor, se palpó la chaqueta y se encontró con el paquete de tabaco, en el que aún quedaban algunos cigarrillos. Salió al balcón y lo lanzó a la calle. Luego entró en el baño. Se lavó los dientes dos veces, se enjabonó las manos, se echó colonia por todo el cuerpo y después se sentó en el bidé y dejó el agua correr.
Entró en la habitación. Se tumbó al lado de la chica que dormía en la cama de matrimonio. Ella murmuró algo.
–Hola Raquel. Ya estoy aquí.
La chica acababa de salir de un sueño profundo.
–¿Qué tal la cena de empresa?
–Muy aburrida. Pero se empeñaron en tomar algo en la discoteca de la novia del encargado. Ya sabes cómo somos los informáticos. Para una vez que salimos...
La abrazó por detrás. Ella respiró hondamente y le dijo:
–Acuérdate de que mañana tenemos que salir pronto.
–Sí. No me he olvidado de la barbacoa.
Volvía a dormirse.
–.... quieres?
–¿Perdona?
–¿Me quieres?
Carlos le dio un beso en el cuello.
–Pues claro que te quiero, vida mía.
Se hizo a un lado y miró hacia el techo para intentar dormirse. Pensaba en la barbacoa del día siguiente. En el hermano de Raquel, un profesor de instituto que sólo sabía contar anécdotas sobre sus alumnos. En los hijos de su hermana, a los que era muy difícil soportar más de media hora sin perder la paciencia. O en su madre, que siempre estaba dispuesta a despreciar cualquier cosa que hiciera su hija. Después tuvo imágenes de la noche y de la gente a la que había conocido.
Pero no podía pegar ojo. Se sentía extraño. Era incapaz de recordar el nombre del protagonista de la película que había visto por la tarde, de aquel loco que se dedicaba a matar a golpes a las chicas que se cruzaban en su camino y que luego acariciaba a su mujer como si tal cosa.