Hace dos años cogía el tren dos veces por semana, y la veía siempre en el mismo vagón, sentada junto a una mujer rubia y un hombre ya algo maduro. Conversaban a ratos entre sí porque eran compañeros de trabajo. Su cara me parecía delicada, de piel pálida y facciones orientadas a la sonrisa, los ojos muy ingenuos, muy verdes y abiertos. De alguna manera transpiraba sinceridad, bondad, maldad inocente y burlona. Me encantaba verla jugar a un miniparchís con su compañera, hasta que llegaba su estación y se bajaba.
Despertaba en mí una especie de idealismo romántico, una fantasía loca que me hacía tomar el tren con una sonrisa. "En otras circunstancias, probablemente nos habríamos enamorado", pensaba mientras la veía salir del vagón y me hacía el despistado con el libro que leía. Hay ciertas épocas de la vida que recuerdo con nostalgia por vagos detalles como éste, aunque sean puros sueños y divagaciones que no llevan a ninguna parte. Luego me olvidaba y no volvía a pensar en ella hasta que la encontraba otra vez, en el mismo sitio, con la misma gente.
Hace un par de días, volví a tomar ese tren casualmente. Me senté, me puse los auriculares y topé con unos ojos y una sonrisa que ya había visto antes y que transmitían calidez. Ella estaba justo delante de mí, también con aquel tipo maduro, pero con una novedad: a su lado, un joven extendía las piernas sin preocuparse demasiado. Llevaba pendientes, cadenas y anillos de oro, piercings y uno de esos rapados a lo mohicano que ahora están de moda entre determinados sectores de infraseres. Y todo eso rematado con una chaqueta deportiva molona y unos tejanos repletos de bolsillos.
El hombre maduro se bajó en su parada y se quedaron solos él y ella. Primero habló aquel tipo. Tenía una voz ronca, grosera, de palabras secas y rasposas como una mierda aguantada durante días. Y cada vez que se reía daba la impresión de estar más bien rebuznando. Extendió una mano y le cogio la suya. "Así que son novios". Poco después se sentó a su lado y empezaron a besarse, bien abrazaditos, ella con los ojos cerrados y expresión absorta, degustando cada segundo de aquel momento.
En unos asientos algo más a la derecha también había un chico y una chica, pero en una actitud muy distinta. La chica le hablaba de historia del arte. Él se limitaba a dar su opinión desde un conocimiento evidente del tema, haciendo uso de un lenguaje culto y refinado, cuidadoso y preciso, en ningún momento pedante. Hablaban con un tono de voz normal, incluso sosegado, pero en el vagón había poca gente y cualquier palabra podía oírse a unos pocos metros. Justo cuando él estaba hablando de un dialecto antiguo, se hizo un silencio y se le pudo oír claramente. Como un resorte, el tipo de delante de mí dejó de besar a su novia y le observó fijamente. Y entonces graznó:
-¿Pero qué le pasa a ese pavo?
Y se rió con su rebuzno, y ella también se rió. El joven al que se refería lo miró, pero no hizo nada más, aunque dada su constitución y su estatura podría haberlo tumbado fácilmente si hubiese querido. La pareja siguió besándose, el joven continuó hablando de dialectos antiguos y todo quedó ahí hasta que el novio se levantó, le dio un beso y le dijo un "adiós" con una voz cavernosa que parecía venir desde la más profunda de las resacas. Allí se quedó ella, otra vez con su aspecto cándido, ilusionado, burlón, que siempre había tenido y que me había cautivado, pero ahora con las bragas mojadas.
Cuando me bajé en mi estación, vi en el andén a una chica que me resultó familiar. Enseguida me acordé de que antes, cuando iba a la universidad, solía estar ahí, esperando el tren en idéntico sitio. Siempre me había llamado la atención su retorcida, inexplicable fealdad, de sorprendentes y grotescos matices. Seguía ahí tal cual, sin que el tiempo hubiera realizado cambio alguno en su cara, en su pose, en su espera de mujer fea de la que nadie se acuerda hasta que pasados los años parece reivindicar su lugar propio en nuestra vida.
Despertaba en mí una especie de idealismo romántico, una fantasía loca que me hacía tomar el tren con una sonrisa. "En otras circunstancias, probablemente nos habríamos enamorado", pensaba mientras la veía salir del vagón y me hacía el despistado con el libro que leía. Hay ciertas épocas de la vida que recuerdo con nostalgia por vagos detalles como éste, aunque sean puros sueños y divagaciones que no llevan a ninguna parte. Luego me olvidaba y no volvía a pensar en ella hasta que la encontraba otra vez, en el mismo sitio, con la misma gente.
Hace un par de días, volví a tomar ese tren casualmente. Me senté, me puse los auriculares y topé con unos ojos y una sonrisa que ya había visto antes y que transmitían calidez. Ella estaba justo delante de mí, también con aquel tipo maduro, pero con una novedad: a su lado, un joven extendía las piernas sin preocuparse demasiado. Llevaba pendientes, cadenas y anillos de oro, piercings y uno de esos rapados a lo mohicano que ahora están de moda entre determinados sectores de infraseres. Y todo eso rematado con una chaqueta deportiva molona y unos tejanos repletos de bolsillos.
El hombre maduro se bajó en su parada y se quedaron solos él y ella. Primero habló aquel tipo. Tenía una voz ronca, grosera, de palabras secas y rasposas como una mierda aguantada durante días. Y cada vez que se reía daba la impresión de estar más bien rebuznando. Extendió una mano y le cogio la suya. "Así que son novios". Poco después se sentó a su lado y empezaron a besarse, bien abrazaditos, ella con los ojos cerrados y expresión absorta, degustando cada segundo de aquel momento.
En unos asientos algo más a la derecha también había un chico y una chica, pero en una actitud muy distinta. La chica le hablaba de historia del arte. Él se limitaba a dar su opinión desde un conocimiento evidente del tema, haciendo uso de un lenguaje culto y refinado, cuidadoso y preciso, en ningún momento pedante. Hablaban con un tono de voz normal, incluso sosegado, pero en el vagón había poca gente y cualquier palabra podía oírse a unos pocos metros. Justo cuando él estaba hablando de un dialecto antiguo, se hizo un silencio y se le pudo oír claramente. Como un resorte, el tipo de delante de mí dejó de besar a su novia y le observó fijamente. Y entonces graznó:
-¿Pero qué le pasa a ese pavo?
Y se rió con su rebuzno, y ella también se rió. El joven al que se refería lo miró, pero no hizo nada más, aunque dada su constitución y su estatura podría haberlo tumbado fácilmente si hubiese querido. La pareja siguió besándose, el joven continuó hablando de dialectos antiguos y todo quedó ahí hasta que el novio se levantó, le dio un beso y le dijo un "adiós" con una voz cavernosa que parecía venir desde la más profunda de las resacas. Allí se quedó ella, otra vez con su aspecto cándido, ilusionado, burlón, que siempre había tenido y que me había cautivado, pero ahora con las bragas mojadas.
Cuando me bajé en mi estación, vi en el andén a una chica que me resultó familiar. Enseguida me acordé de que antes, cuando iba a la universidad, solía estar ahí, esperando el tren en idéntico sitio. Siempre me había llamado la atención su retorcida, inexplicable fealdad, de sorprendentes y grotescos matices. Seguía ahí tal cual, sin que el tiempo hubiera realizado cambio alguno en su cara, en su pose, en su espera de mujer fea de la que nadie se acuerda hasta que pasados los años parece reivindicar su lugar propio en nuestra vida.