Con la mirada fija, sentado en el sofá y una copa de vino en la mano, sólo le hace falta un pequeño punto más de embeleso para convertirse en algo así como un prototipo espiritual, una dosis más de admiración que le complemente como un sombrero, a modo de plácida aureola que todos pueden sentir si se esfuerzan un poco en ser sagaces. La escucha hablar y se siente tan entregado que piensa en aviones volando armónicamente por encima de las nubes, libres, veloces, y aunque es consciente de que ahora el alcohol exagera un poco sus emociones, ya desde comienzos de la noche, cuando la ha visto con esa elegante y ligera chaqueta azul, con esos vaqueros claros y ajustados sinuosamente a sus piernas, y el cabello largo, liso, caoba, tan arreglado y tan perfecto y tan a juego con sus ojos verdes que brillan como calderas, ha recordado esas fantasías que tiene desde pequeño, que le hablan de un amor ideal, transparente, feliz.
Ella se agita, nerviosa, desde su parte del sofá, y le transmite una ingenuidad tan encantadora que intenta no hacer demasiado caso de sus palabras. Se enfada un poco porque nadie está de acuerdo. Y él sólo espera la próxima vez que se le acerque más para sentir el calor emocionante de su piel.
-Me da igual lo que penséis de mí. Mis objetivos en la vida están por encima del amor.
Un tipo sentado en una silla le dice, con una sonrisa sarcástica que mantiene desde hace varios minutos:
-¿Me estás diciendo que podrías controlar enamorarte de alguien?
-Sí.
-¿Seguro?
-Bueno... puede surgir. Pero no haría que cambiase nada de lo que tengo planeado. No llegaría al punto en que me condicionara.
La chica guapa y maquillada sentada a la izquierda cruza las piernas dentro de su falda, coge un cigarrillo de un paquete de la mesa y mientras lo enciende, la mira y le pregunta.
-¿Cuáles son tus planes?
-Quiero vivir una temporada fuera. Quiero irme a Detroit. A trabajar como relaciones públicas.
-¿Y si a tu pareja no le importara irse contigo?
-Es imposible que no le importase. Dejaría muchas cosas por mí y no sería feliz. Yo no haría eso por él.
Más vino, más palabras, y ella continúa nerviosa y levantándose un poco del sofá para luego volver a sentarse, mesarse el cabello y hablar moviendo los brazos. Entonces el chico alto de la perilla, que no deja de fumar pero que de vez en cuando hace alguna pregunta aguda que aporta muchas cosas nuevas, dice, con su suave, inofensiva voz:
-¿Os gusta alguien ahora?
-No. A mí no. Ahora no quiero nada de eso.
Ella niega con la cabeza ostensiblemente y se echa hacia atrás en el sofá.
-¿Y a ti?
Abre los ojos como si hubiera estado en otro sitio hasta ese momento, enrojece, deja pasar unos segundos, toma un pequeño trago de vino y entonces dice con un tono sincero y convencido:
-Pues a mí sí.
Lentamente, la luz del día empieza a filtrarse por el ventanal de la sala. Nadie está cansado, hay todavía muchas cosas que discutir, pero ninguna cajetilla de tabaco tiene ya cigarros y una incomodidad elástica y ansiosa se transmite en el aire. Hasta que él le pone una mano en la rodilla, se incorpora y dice:
-Voy a comprar tabaco. ¿Quién me acompaña?
Y ella dice lo que estaba soñando escuchar en ese mismo momento.
-¡Yo voy contigo!
Afuera llueve. Pero los charcos de la acera son alegres y amigables. Ella le ha cogido del brazo y caminan los dos muy juntos bajo el paraguas. Puede oler fácilmente el aroma limpio de su cabello, lo hace una y otra vez sin que ella se dé cuenta, suben la calle poco a poco y a él le gustaría que no terminasen de recorrerla nunca.
-¿Crees que soy una persona interesante?
-Mucho -le dice ella. Pero eso ya te lo habrán dicho muchas chicas.
-¿Por qué lo crees?
-No sé... Me pareces muy atractivo... eres inteligente y culto.
Entran en un bar. Compran una cantidad exagerada de paquetes de tabaco. Después salen y antes de doblar la esquina, su cuello está tan moreno, tan cerca, que agacha la cabeza y lo besa con ternura. Sus ojos se encuentran. Ella lo mira insegura, desconcertada por unos instantes.
-¿Por qué has hecho eso?
-No lo he podido evitar.
Caminan sin decir nada. Pero no se separan.
-¿Ha sido un beso de amistad?
-No.
A la altura de un parque con el suelo de tierra húmedo, la besa de nuevo, esta vez en la sien, pero con la misma delicadeza. Le da la impresión de que la sangre le circula a golpes de velocidad que le dejan momentáneamente en blanco.
-¿Qué esperas de mí? ¿Quieres liarte conmigo?
-No sólo eso. Me gustas mucho.
-¿No te da miedo lo que he explicado de mí?
-¿Por qué?
-Ya sabes cuáles son mis planes.
-No me importa.
-¿Me acompañarías a Detroit?
-¿Por qué no?
-Podría funcionar mal.
-Aún falta mucho para eso.
-No me beses más, por favor.
-¿No te gusto?
-Sabes que no es eso. Pero no quiero que nada cambie.
-No tiene por qué cambiar nada. No tengo prisa.
-Quiero que nos conozcamos más y decidir poco a poco.
-Bien.
Suben al piso y siguen bebiendo, fumando y charlando con sus amigos durante varias horas más. A la hora de despedirse, le deja un CD de música brasileña porque ella ha dicho que le encanta, y aprovecha para darle un beso más, esta vez dentro de los cauces normales de la amistad más bienintencionada, y no obstante lo disfruta de la misma manera.
El resto del día procura no dejarse llevar por esa fuerza que brota sin orden, desde una parte profunda de su alma, y que le empuja a formular fantasías locas, a imaginar felicidades hipotéticas, a tumbarse en la cama sin hacer nada y recrearse en la sensación cálida y placentera que su vientre le proporciona en gloriosas ráfagas. Durante la semana se centra en la rutina y trata de controlar sus pensamientos, pero cada vez que suena el móvil el corazón le late rápido y le falta el aire, hasta que comprueba que no es ella. Seis días después, aún no sabe si le gustó el disco.
Se ha esforzado en que no sea de ese modo, pero al llegar a casa de su amigo debe reconocerse a sí mismo que quiere saber definitivamente si también estará ella. Llama al interfono, su amigo le abre y mientras sube las escaleras intenta escuchar su voz o, al menos, alguna pequeña pista de que anda por ahí. Cruza la puerta, recorre el pasillo hasta la habitación y su amigo está solo, sentado en el suelo y bebiendo una botella de vino.
-¡Ey!
-Buenas.
Le sirve una copa, se sienta en un cojín y la bebe sin hablar de lo que realmente desea, sin preguntar sobre lo que quiere saber. La luz de la habitación se le hace apagada, ajena a su presencia. No quiere darse cuenta, pero un vacío desolador le recorre las entrañas y piensa que la vida es un bosque de piedra solitario, laberíntico, silencioso y estéril. Únicamente escapa de esta sensación contundente cuando su amigo le dice que antes ha hablado con ella.
-Es verdad. ¿Por qué no ha venido?
-Estaba un poco cansada. Y tenía algunas cosas que hacer. Estudiar, creo.
-¿Estudiar?
Su amigo se levanta y hace clic en un archivo mp3. Los Smiths y sus guitarras otoñales abrigan la voz de Morrissey, el cual parece cantar sin ganas una frase que, sin embargo, suena extrañamente intensa y viva: y si un autobús doble choca contra nosotros, morir a tu lado sería una maravillosa manera de morir.
-Bueno, sí. Ya sabes que es una chica muy responsable.
Ella se agita, nerviosa, desde su parte del sofá, y le transmite una ingenuidad tan encantadora que intenta no hacer demasiado caso de sus palabras. Se enfada un poco porque nadie está de acuerdo. Y él sólo espera la próxima vez que se le acerque más para sentir el calor emocionante de su piel.
-Me da igual lo que penséis de mí. Mis objetivos en la vida están por encima del amor.
Un tipo sentado en una silla le dice, con una sonrisa sarcástica que mantiene desde hace varios minutos:
-¿Me estás diciendo que podrías controlar enamorarte de alguien?
-Sí.
-¿Seguro?
-Bueno... puede surgir. Pero no haría que cambiase nada de lo que tengo planeado. No llegaría al punto en que me condicionara.
La chica guapa y maquillada sentada a la izquierda cruza las piernas dentro de su falda, coge un cigarrillo de un paquete de la mesa y mientras lo enciende, la mira y le pregunta.
-¿Cuáles son tus planes?
-Quiero vivir una temporada fuera. Quiero irme a Detroit. A trabajar como relaciones públicas.
-¿Y si a tu pareja no le importara irse contigo?
-Es imposible que no le importase. Dejaría muchas cosas por mí y no sería feliz. Yo no haría eso por él.
Más vino, más palabras, y ella continúa nerviosa y levantándose un poco del sofá para luego volver a sentarse, mesarse el cabello y hablar moviendo los brazos. Entonces el chico alto de la perilla, que no deja de fumar pero que de vez en cuando hace alguna pregunta aguda que aporta muchas cosas nuevas, dice, con su suave, inofensiva voz:
-¿Os gusta alguien ahora?
-No. A mí no. Ahora no quiero nada de eso.
Ella niega con la cabeza ostensiblemente y se echa hacia atrás en el sofá.
-¿Y a ti?
Abre los ojos como si hubiera estado en otro sitio hasta ese momento, enrojece, deja pasar unos segundos, toma un pequeño trago de vino y entonces dice con un tono sincero y convencido:
-Pues a mí sí.
Lentamente, la luz del día empieza a filtrarse por el ventanal de la sala. Nadie está cansado, hay todavía muchas cosas que discutir, pero ninguna cajetilla de tabaco tiene ya cigarros y una incomodidad elástica y ansiosa se transmite en el aire. Hasta que él le pone una mano en la rodilla, se incorpora y dice:
-Voy a comprar tabaco. ¿Quién me acompaña?
Y ella dice lo que estaba soñando escuchar en ese mismo momento.
-¡Yo voy contigo!
Afuera llueve. Pero los charcos de la acera son alegres y amigables. Ella le ha cogido del brazo y caminan los dos muy juntos bajo el paraguas. Puede oler fácilmente el aroma limpio de su cabello, lo hace una y otra vez sin que ella se dé cuenta, suben la calle poco a poco y a él le gustaría que no terminasen de recorrerla nunca.
-¿Crees que soy una persona interesante?
-Mucho -le dice ella. Pero eso ya te lo habrán dicho muchas chicas.
-¿Por qué lo crees?
-No sé... Me pareces muy atractivo... eres inteligente y culto.
Entran en un bar. Compran una cantidad exagerada de paquetes de tabaco. Después salen y antes de doblar la esquina, su cuello está tan moreno, tan cerca, que agacha la cabeza y lo besa con ternura. Sus ojos se encuentran. Ella lo mira insegura, desconcertada por unos instantes.
-¿Por qué has hecho eso?
-No lo he podido evitar.
Caminan sin decir nada. Pero no se separan.
-¿Ha sido un beso de amistad?
-No.
A la altura de un parque con el suelo de tierra húmedo, la besa de nuevo, esta vez en la sien, pero con la misma delicadeza. Le da la impresión de que la sangre le circula a golpes de velocidad que le dejan momentáneamente en blanco.
-¿Qué esperas de mí? ¿Quieres liarte conmigo?
-No sólo eso. Me gustas mucho.
-¿No te da miedo lo que he explicado de mí?
-¿Por qué?
-Ya sabes cuáles son mis planes.
-No me importa.
-¿Me acompañarías a Detroit?
-¿Por qué no?
-Podría funcionar mal.
-Aún falta mucho para eso.
-No me beses más, por favor.
-¿No te gusto?
-Sabes que no es eso. Pero no quiero que nada cambie.
-No tiene por qué cambiar nada. No tengo prisa.
-Quiero que nos conozcamos más y decidir poco a poco.
-Bien.
Suben al piso y siguen bebiendo, fumando y charlando con sus amigos durante varias horas más. A la hora de despedirse, le deja un CD de música brasileña porque ella ha dicho que le encanta, y aprovecha para darle un beso más, esta vez dentro de los cauces normales de la amistad más bienintencionada, y no obstante lo disfruta de la misma manera.
El resto del día procura no dejarse llevar por esa fuerza que brota sin orden, desde una parte profunda de su alma, y que le empuja a formular fantasías locas, a imaginar felicidades hipotéticas, a tumbarse en la cama sin hacer nada y recrearse en la sensación cálida y placentera que su vientre le proporciona en gloriosas ráfagas. Durante la semana se centra en la rutina y trata de controlar sus pensamientos, pero cada vez que suena el móvil el corazón le late rápido y le falta el aire, hasta que comprueba que no es ella. Seis días después, aún no sabe si le gustó el disco.
Se ha esforzado en que no sea de ese modo, pero al llegar a casa de su amigo debe reconocerse a sí mismo que quiere saber definitivamente si también estará ella. Llama al interfono, su amigo le abre y mientras sube las escaleras intenta escuchar su voz o, al menos, alguna pequeña pista de que anda por ahí. Cruza la puerta, recorre el pasillo hasta la habitación y su amigo está solo, sentado en el suelo y bebiendo una botella de vino.
-¡Ey!
-Buenas.
Le sirve una copa, se sienta en un cojín y la bebe sin hablar de lo que realmente desea, sin preguntar sobre lo que quiere saber. La luz de la habitación se le hace apagada, ajena a su presencia. No quiere darse cuenta, pero un vacío desolador le recorre las entrañas y piensa que la vida es un bosque de piedra solitario, laberíntico, silencioso y estéril. Únicamente escapa de esta sensación contundente cuando su amigo le dice que antes ha hablado con ella.
-Es verdad. ¿Por qué no ha venido?
-Estaba un poco cansada. Y tenía algunas cosas que hacer. Estudiar, creo.
-¿Estudiar?
Su amigo se levanta y hace clic en un archivo mp3. Los Smiths y sus guitarras otoñales abrigan la voz de Morrissey, el cual parece cantar sin ganas una frase que, sin embargo, suena extrañamente intensa y viva: y si un autobús doble choca contra nosotros, morir a tu lado sería una maravillosa manera de morir.
-Bueno, sí. Ya sabes que es una chica muy responsable.