sábado, 16 de junio de 2007

El novio de Mar

Ya es sábado y eso a Mar le gusta, desde que se despierta y le prepara el desayuno a su hermano, hasta que ven una película después de comer y la tarde empieza a apagarse a través del balcón. Le llama su amiga Elena y Mar le dice que esa noche no puede quedar, porque Carlos vendrá a buscarla. Antes de meterse en el baño escucha la voz excitada de su padre, que acaba de llegar y recorre el pasillo.

-¿Has visto lo que he recibido?

Sobre la palma de la mano tiene un pequeño objeto de plástico gris, con una bombilla de color rojo en la parte superior.

-¿Qué es eso?
-Lo pedí de importación. Es un aparato japonés que me ha costado trescientos euros. Sirve para detectar ectoplasmas.
-¿Ectoplasmas?
-Sí. Cuando hay cerca una presencia... paranormal... a un radio de cien metros, la luz se ilumina.

Mar se mete en la ducha y mientras observa sus pechos, que encuentra un tanto caídos, le viene a la cabeza el recuerdo de aquella tarde, hace muchos años, cuando eran pequeños y pasaban los fines de semana en la torre del campo. Puede ver otra vez a su padre con la mirada desencajada, la vena del cuello hinchada y palpitante, sudando y diciendo que ha visto algo muy raro en el cielo. Cierra la puerta con llave, entra en el almacén, vuelve con un hacha y destroza la mesa y las sillas, y después clava los trozos de madera contra las ventanas. Sube a su habitación y vuelve con la escopeta de caza. Ellos lloran y él les pide que no se asusten. Estuvieron así, sentados en el sofá sin moverse, el resto de la noche y parte de la mañana siguiente.

Pasa media hora alisándose el cabello y al acabar le gusta y cree que hoy le queda especialmente bien. Se pone unos tejanos y una blusa de color rojo, después rocía con Agua de Rosas su cuello y los brazos, se frota las muñecas y las huele. En el comedor, su padre y su hermano ven por televisión un debate sobre política. El padre asiente cuando habla Pedro J. Ramírez y reniega ante los discursos de Miguel Ángel Aguilar.

-Yo soy catalán y a mí no me tienen que obligar a hablar en catalán si no quiero.

Carlos debería hacerle una llamada perdida a las diez para que bajase. Ya son casi las once. Tiene ganas de llorar y le duele la barriga por los nervios, pero se niega a enviarle un mensaje porque sabía perfectamente que habían quedado. Ante todo, Mar cree que su orgullo debe quedar resguardado y que en cualquier caso, de ese modo podrá demostrarle que no es tan importante para ella. Se olvida de todo en cuanto el móvil suena, a las once y media, y entonces se dispone a bajar las escaleras tan rápido que ni siquiera se despide de su padre, que ahora da cabezadas en el sofá con un libro de J. J. Benítez entre las manos.

El Twingo amarillo de Carlos está parado frente a su portería.

-Habíamos quedado a las diez -dice ella al abrir.
-Ya.
-¿Qué ha pasado?
-He tenido... un partido de fútbol.

Arranca el coche y Mar sólo piensa en que, una vez más, no ha mostrado ninguna intención de besarla.

Cruzan el barrio de San Martín, solitario, y luego desde la ronda del litoral siguen por Paralelo y suben las cuestas inclinadas de Montjuïch. Carlos baja la ventanilla y el coche se llena de un aire fresco y con olor a césped y a árboles. Los matorrales rodean la calzada, y cada vez hay más sombras fugaces de cosas que parecen personas. Llevan mucho rato en silencio.

-¿Qué tal la semana? -pregunta ella.
-Bien.

Carlos aparca en la zona más oscura de una explanada sin iluminación y, en silencio, reclina el asiento y comienza a desabrocharse los pantalones.

Una hora más tarde, Mar ya se ha puesto su pijama de ovejitas y trata de dormir fuertemente abrazada a un peluche. Al final no puede evitar llorar, hasta que la almohada queda húmeda. Pasados unos minutos, observa con cierto alivio las sombras que la luz de la calle estampa sobre la pared.

Va al baño mucho más tranquila, y al salir se da cuenta de que a través de la puerta del comedor brilla una extraña luz roja. Entra en la sala, enciende la lámpara y recoge el pequeño objeto de plástico con una bombilla que su padre le ha enseñado esa misma tarde. En cuanto lo agita en su mano, la luz de la bombilla se hace intermitente y acaba apagándose.

Otra vez en su habitación, bien cubierta por la sábana y dispuesta a dejarse caer en un profundo y tentador abismo, sabe que, mañana, volverá a abrir su álbum para contemplar la imagen de Carlos, tan guapo y sonriente, vestido con su traje para jugar al golf, y seguirá con su dedo índice el contorno de los corazones rosas que un día dibujó a su alrededor.