martes, 21 de agosto de 2007

Cena para cuatro

La verdad es que sólo le apetecía quedarse toda la noche en el sofá, viendo los partidos de fútbol de la Copa América y acabando con las latas de cerveza de la nevera, pero Marta había insistido mucho con aquella cena y no le quedaba más remedio que acompañarla. Ella bajaba por las escaleras con un elegante vestido de color negro y oliendo a perfume. Apenas decía nada. Explotó cuando se metieron en el coche.
-Gracias por ir tan arreglado.
Adolfo llevaba un chándal de poliéster azul y blanco.
-¿Es tu mejor amiga, no? ¿Qué más da?
-Sabes que me hacía mucha ilusión esta cena.
Estuvieron en silencio hasta que lograron aparcar y caminaron en direccion al restaurante. En la puerta, les esperaban una chica muy delgada, vestida con un conjunto de blanco, y un tipo con camisa y pantalones que apretaba los ojos detrás de sus gafas de pasta, mientras su boca se abría y enseñaba mil dientes. La chica se llamaba Juana y trabajaba con Marta de enfermera en un hospital privado. Les presentó a su novio, Marcos, que se esforzaba en poner caras de simpatía y que miró a Adolfo de arriba abajo cuando le tendió la mano.

El lugar era muy agradable. Enseguida les llevaron a la mesa, junto a un ventanal que daba a un pequeño jardín.
-A nosotros también nos gusta mucho comer en bufés libres. Otro día podríamos ir -dijo Juana.
Marta observó de reojo a Adolfo, que tras fumarse un cigarrillo estaba demasiado ocupado con los canapés de aperitivo.
-Esos sitios están bien -siguió Juana. Puedes coger lo que quieras y sueles pagar poco.
Adolfo levantó la vista. Y quizá por eso, Marcos le preguntó su opinión al respecto.
-Bueno...
-A Adolfo no le gustan -se apresuró a aclarar Marta.
-¿Por qué? -insistió Juana.
-No me gusta tener que levantarme a coger la comida. Los platos son de mala calidad y acaban manoseados. Y además no le veo el sentido a acabar con un plato lleno de cosas que no tienen que ver y que están todas igual de malas.
Marta se alivió al ver que Juana se reía.
-Tu novio es sincero. Eso está bien.
Llegó un camarero. Pidieron los platos y al final les preguntó qué querían para beber. Marcos iba a decir algo, pero Juana se le adelantó y entonces él asintió con los ojos cerrados:
-Nosotros un agua.
-Yo también -añadió Marta.
-¿Y usted?
-Para mí una sangría, por favor -dijo Adolfo.
-¿Una copa?
-No, una sangría. Una jarra, quiero decir.
-Tenemos jarras de medio litro.
-No. Quiero la más grande. La de litro y medio.
Marcos rió.
-Te gusta beber, ¿eh?
-Sí.
Y Adolfo miró al plato, terminó con el último canapé y encendió otro cigarrillo.
Un rato después, Marta enrojeció cuando pusieron la jarra junto a su novio y éste empezó a servirse sin complejos. Por suerte ya estaban charlando sobre el trabajo, lo que servía para mantener una apariencia de atmósfera convencional e inofensiva. Marcos era informático y hablaba de los nuevos proyectos que estaba desarrollando, así como de los problemas que generaba la clientela en una empresa de creación de páginas web. Adolfo, que terminaba las copas rápidamente, se limitaba a prestar atención sin decir nada. Hasta que le preguntaron a qué se dedicaba.
-Trabajo como dependiente en una librería.
-Una librería -dijo Juana-. Oh, me encantan los libros. Hace poco nos leímos uno precioso de José Saramago. Ensayo sobre la ceguera.
-Sí, está muy bien -asintió Marcos, de nuevo con los ojos cerrados.
-Era realmente hermoso.
-Es muy bueno, la verdad. ¿Te acuerdas? Me lo dejaste -comentó Juana.
-Sí, cuando me gusta un libro necesito que mis amigos lo lean. No me puedo quedar yo sola con todo lo que me ha hecho sentir. Y ese libro es tan profundo... Te hace reflexionar sobre la sociedad actual. En el fondo todos somos unos salvajes. La naturaleza humana es triste.
-A mí me impactó -dijo Marcos. Es increíble, es tan... vanguardista...
-Exacto -Marta jugaba con la base de su copa. Esa manera de poner los diálogos me parece genial. Es un autor diferente.
En ese momento trajeron los primeros platos. Juana se quedó mirando a Adolfo mientras revolvía su ensalada de frutos secos.
-A ti te gustará mucho leer, ¿no? Si trabajas en una librería...
-Pues no. No demasiado. Quizá los diarios deportivos.
-Ah.
-Pero ahora con lo que disfruto es con los vídeos de Youtube -Adolfo hablaba con la boca abierta mientras comía.
-Ah, sí -dijo Marcos. A mí me suelen pasar unos vídeos muy cachondos y muy buenos. Cosas como Calico Electrónico, ¿verdad?
-¿Eh? No, para nada. Por ejemplo, me gusta mucho el vídeo de un moro que está hablando y de repente le pegan una colleja. Es una obra maestra.
-¿Qué? -inquirió Juana.
-Sí, bueno. Un moro, frente a la pantalla. Habla lleno de emoción. De repente, alguien que está a su espalda le suelta una colleja. Para mí eso es arte.
Ya hacía rato que Juana contemplaba a Adolfo con los ojos muy abiertos.
-¿La agresión a un magrebí te parece arte?
-No, a ver. No lo veas así. No me importa que sea... magrebí. Pero lo cierto es que lo es.
Marcos decidió participar:
-¿Te hacen gracia esos vídeos de agresiones a mendigos?
-Joder, no es lo mismo.
-No habla en serio -dijo Marta.
-¿Tan difícil es de entender? Claro que hablo en serio. Me da igual que sea un moro, pero lo es, y la verdad es que en ese momento me parece gracioso.
Marta se apresuró a introducir como pudo la historia de aquel chico que, el mes pasado, había llegado al hospital tras recibir una paliza en una discoteca. Deseaba enfriar de alguna manera las palabras de Adolfo y procurar que se callara, sobre todo teniendo en cuenta que ya llevaba cinco copas de sangría. Trajeron el segundo plato y la conversación tuvo ciertos intentos de volver a animarse. Adolfo no dijo nada más. Pero cuando hablaban sobre la necesidad de viajar mucho y visitar los lugares culturales más importantes, ocurrió algo definitivo que hizo que todos permanecieran en silencio y que tratasen de acabar con sus platos lo más rápido posible.
Un eructo rotundo y salvaje brotó de los labios de Adolfo y se expandió por toda la sala.
Cuando todos se levantaban, intentó terminar de un trago la sangría que quedaba al fondo de la jarra.

Marta no le habló hasta que se acercaron al coche.
-¿Cómo vas a conducir tú? Por favor, estás borracho.
Mientras llevaba el volante, la mirada de Marta era muy seria y húmeda.
-Espero que estés contento.
-¿Por qué iba a estar triste?
-¿Sabes qué creo? Que no eres una persona cabal.
-Bien.
-¿Te parece normal lo que ha pasado? ¿No te preocupa?
-Marta, sé muy bien que te avergüenzas de mí, así que no entiendo a qué viene esto ahora. Y si te digo la verdad, lo único que me preocupa es llegar a tiempo a casa para ver el último partido.
-Ni se te ocurra fumar en el coche -le dijo a Adolfo con indisimulada agresividad.

A la salida del restaurante, y tras una despedida algo fría, Marcos agarró a Juana del brazo cuando se encontraban a una distancia prudencial de la otra pareja.
-Menudo elemento, ¿eh?
-Sí...
Marcos continuaba hablando sobre Adolfo mientras paseaban por la calle.
-Guarro, maleducado, y encima racista. Qué joya. No tiene nada que ver con tu amiga. No entiendo que sean novios.
-Bueno, ella sabrá.
Juana miró hacia el cielo, lleno de estrellas.
-¿Y ese chándal que llevaba puesto? ¿Se puede ser más cutre?
-Bueno, ya vale, Marcos.
-Tú has visto lo mismo que yo.
-Sí, pero es el novio de mi amiga. Una gran amiga, para serte más clara. Y no me gusta que estés hablando de él de esa manera.
Entonces Marcos asintió otra vez con los ojos cerrados tras las gafas.
-De acuerdo. Perdona.
Se calló. Pero Juana ya no pudo librarse de la idea de quitarle las gafas, tirarlas al suelo y pisotearlas.

jueves, 26 de julio de 2007

El mejor referente

Por Piero

Era sábado por la noche, y ya estaba listo para salir. El mensaje de Sergio a última hora me puso de muy mal humor. No era la primera vez que me dejaba tirado con una excusa poco convincente. Seguramente, habría topado con algún maromo con quien pasar la noche y había decidido prescindir de mi plan. O simplemente se había apalancado. Pero me daba igual. Pensaba salir, aunque fuera solo. Ya encontraría a alguien para matar el rato. Al fin y al cabo, siempre éramos los mismos los que nos movíamos por estos sitios. Y estos mismos éramos los que siempre nos quejábamos de las mismas cosas: que si la gente era muy superficial, que si esto no nos aportaba nada, que el whisky era de garrafón... Pero llegaba el fin de semana y nuestras promesas de no volver por un tiempo se olvidaban al primer toque de teléfono.

Salir se había convertido en una adicción para mí. Yo al menos lo reconocía. Si no fuera así, no hubiese tenido la necesidad de repetir sábado tras sábado. Cada noche me prometía que iba a ser diferente. Que aquella vez no terminaría descontrolado y completamente borracho. Que tampoco me arrastraría la inercia de cada fin de semana... Raramente cumplía con mi propósito.

Al salir, me dije a mi mismo lo especial que era y lo mucho que algunos darían por despertar a mi lado. Podía admitirlo sin falsas modestias: no me pesaba ser un tipo que triunfaba. Me había acostumbrado a moverme entre la gente con mucha facilidad. En mi perfil psicotécnico, destacaban la sociabilidad, intuición y el buen uso de la inteligencia emocional como elementos predominantes en mi carácter. Y eran armas poderosas para que te considerasen.

Fácilmente podía encarnar al prototipo de hombre moderno que aparecía en cualquiera de los anuncios que se veían por la tele: mediana edad, con una belleza especial, preparado para competir y con una economía solvente. Algo así como el joven absolutamente preparado (JASP) que con tanta insistencia se nos machacaba en los mass-media de los 90. Me gustaba sentirme así: un hombre del momento, con carisma y fuerza para elegir el uso y ritmo de mi tiempo. Era esa idea actualizada del superhombre.

Pero no tenía pareja. Antes ni siquiera había pensado en ello. Hacía un año que me tentaba la idea. Aunque no sabía si era verdaderamente lo que deseaba. De hecho, no me entusiasmaba el modelo de relación convencional. Con frecuencia me cansaba de las personas, y me costaba mantenerme atento a los pormenores cotidianos. Y se suponía que eso era imprescindible cuando deseabas durar tiempo emparejado. De todos modos, me hubiese gustado enamorarme. O al menos creer que podría ser capaz de sentir una admiración amorosa hacia alguien que no fuera yo. Por entonces, muy pocas cosas me sorprendían. Y ése era mi problema.

Enamorarme era la única alternativa que se me planteaba en mi vida de entonces. Me nutría sobre todo de relaciones de una noche. Lo único que me ataba era sentirme ganador, el objeto más preciado de disputa. No había nada que me hiciese crecer más que la codicia sexual en ojos ajenos. Disfrutaba con los previos, sobre todo al descubrir la desesperación oculta en los gestos del que se esforzaba por conquistarme. Una vez había pasado todo, el resto era de lo más cansino: inventarse una excusa para que se fueran lo más rápido posible de casa sin que la espera se hiciese interminable... Por no hablar de cuando enviaban mensajes en plan "me ha gustado mucho, si quieres podemos repetir". Sencillamente, tener que atender a todas esas pequeñeces, que nunca conducían a nada, me gastaba mucha energía.

Aun así, aquella noche salía. Y quizá esa noche fuese la definitiva. Tenía la ilusión de dar por fin con algo distinto. Mi presentimiento era bueno, pese a que el flojo de Sergio me había dejado tirado. Me arreglé ante el espejo. El olor a vainilla dulce de Le male invadía todos los rincones de mi habitación. Me gustaba lo que podía ver. Generalmente me encontraban un notable parecido con Joaquim Phoenix, ese actor medio alternativo con un hermano que se dio a las drogas. El mismo. Mis labios eran igual de gruesos y rojizos. Mis ojos, grandes y claros. Mis facciones simétricas y marcadas. Eso sí, mi cuerpo estaba mucho más trabajado, mis brazos eran puro músculo. Una especie de complacencia interna se revolvía dentro de mí.

-Ésta será mi noche -me dije, mirándome a los ojos, antes de salir. El plantó de Sergio empezaba a dejarme de preocupar.

Tomé el taxi hasta el Salvation. Como siempre, la cola llegaba cinco metros más allá de la entrada. Me encontré con Ignacio. Estaba algo nervioso. Al parecer, las cosas no le funcionaban muy bien profesionalmente, y temía ser destituido por la directiva. Necesitaba hablar, y como aún era pronto, empezamos a beber. A los veinte minutos aquello se estaba llenando, y mientras tanto Ignacio continuaba hablando de sus socios alemanes y los flujos de capital. Cuanto más insistía en el tema, más me daba por reírme. Y no era porque lo tomara a la ligera, simplemente me parecía absurdo haber ido allí para terminar charlando sobre asuntos que no me interesaban en absoluto. Sin duda, aquello no era mi plan. Además, cuando bebía se me ponía la risa tonta y se me hacía imposible contenerla.

-Que te follen, mamón. Ya me llamarás cuando estés menos borracho y necesites invertir -es lo último que creo recordar que me dijo.

-Qué poco sentido del humor que tiene -pensé para mis adentros. Cuando reaccioné, ya era demasiado tarde para tratar de alcanzarle. Lo había perdido de vista.

Me puse serio. No me gustaba que la gente se enfadase conmigo, y mucho menos cuando no lo pretendía. Tan sólo fui yo mismo al tratar el asunto con desenfado. Mi actitud con él no había sido consecuencia del alcohol. Además, le podría ir muy mal en el trabajo, pero Ignacio tenía mucha vista para los negocios. Era un contacto que no me podía permitir perder. Quizá el lunes le invitaría a comer, por si algo podía solucionarse. Bastaba sólo con escuchar y asentir con cara de "cuánto te comprendo, aquí tienes un amigo".

Me sentía enrabiado por lo sucedido. Y todo aquello me hastiaba. En la sala no paraba de entrar gente y más gente. Todos sudados por la poca ventilación y rozándose entre sí en un gesto que aparentaba ser fortuito. Intenté establecer contacto visual con un par de tipos, pero ambos lo rechazaron. Hijos de puta. ¿Se creerían mejores que yo?

-Andrés, ponme otro JB con Red Bull.

El camarero también estuvo muy seco conmigo. Me lo había follado en un par de ocasiones. Después insistió en que volviéramos a quedar, pero más en plan de conocernos, y a mí en ese periodo no me apetecía, la verdad. Así que no nos lo volvimos a montar más, y él comenzó a comportarse menos amistosamente conmigo cada vez que nos encontrábamos.

Me estaba asqueando. Todo era incómodo en aquel lugar: el poco espacio, el humo, la falta de aire, la gente. Un par de borrachos bailaban a mi lado como si toda la pista fuera suya.

-Putos gilipollas. Se creen el ombligo del mundo y no saben contenerse cuando hay más gente alrededor -pensé. Y luego di una vuelta por si me topaba con Freddy.

Como siempre, Freddy estaba apoyado en la columna, muy cerca de los lavabos.

-¿Cómo va todo, Freddy? ¿Te queda algo?
-No demasiado. De momento es pronto. Pero, bueno, ya sabes que siempre tengo unas cuantas para ti. Menuda mierda de música que están pinchando hoy. ¿Cuántas quieres?
-Dame unas cinco. Igual después me apetece irme de after.
-Ok, pero ni se te ocurra metértelas todas de golpe, que ya vas algo pasado. A ver si la vas a liar, con lo tranquilo que está todo últimamente. Ah, coge un par de chicles. Son de esos que se te pegan al paladar y no hay que masticar. A ver si se te refresca la boca.
-Gracias, tío. Me voy para adentro, a ver quién cae.

Al poco tiempo comenzaba a sentirme mejor. Ya no me sentía tan incómodo entre tanto hijo de puta. Si Ignacio se había molestado, allá él. Si Andrés no me dirigía la palabra porque no le daba más por culo, que se jorobase, pero que entre todos me dejaran en paz. Comenzaba a estar harto de tanta presión. Se me hacía muy pesado tratar constantemente de que todo estuviera bien en mi mundo. A veces me creía que las cosas eran así, pero otras me daba con un canto en los dientes. Me esforzaba en mostrarme eficiente con cuantos me rodeaban: ser el mejor profesional, el mejor amigo, el mejor amante. Quería ser el mejor referente para los otros: Darío el perfecto. El que enamora a hombres y mujeres. Darío el seguro de sí mismo. Darío el encantador. Darío el solvente. Darío...

Pocos sabían que Darío ni siquiera era mi verdadero nombre. Me lo cambié legalmente a los veintiséis años, cuando comenzaba a hacerme un hueco en la ciudad. Mi anterior nombre me avergonzaba. Era de lo más vulgar, casi de pueblo, así que opté por cambiármelo antes que presentarme con algo que me delatara.

-Buenas tardes Mr. Thomas. Le presento a Darío Soto. Es nuestro director administrativo financiero. Una de las jóvenes promesas de la empresa. Gracias a una iniciativa suya, en tan sólo dos años ha aumentado muy considerablemente nuestra productividad en los países del Este. Ni que decir que gracias a su trabajo ha sabido ganarse la confianza y el apoyo de toda la directiva general-. Entonces el Sr. Thomas me tendía la mano, quizá aprobando mi aspecto intachable.

La consideración ajena. Tremenda droga adictiva. Dependía del deseo y la aprobación del ojo anónimo para poder sentirme bien conmigo mismo. No existía peor fracaso que pasar desapercibido entre la multitud. Simplemente, comprobaba que podía llegar a ser fuerte a pesar de tanta debilidad interna.

Pero ahora ya estaba bien. Se me estaban pasando el enfado y los miedos. Me hice paso entre la masa de la discoteca a empujones. Si alguien se rebotaba, que me encarase. Yo le hubiese dado mis razones. Me tomé otra pastilla. Temí que el efecto me bajara enseguida, ahora que comenzaba a sentirme bien nuevamente. Subí a la tarima y comencé a bailar al ritmo de una remezcla de The Bloodhound Gang (¡Dios, cuántos años tenía ya esta canción!).

You and me baby ain't nothin' but mammals, so let's do it like they do in the discovery channel. Sonaba potente desde el altavoz. Me sentía invadido por los efectos de la droga y el alcohol. Cerraba los ojos y la sensación de ingravidez me hacía sentir feliz. Me imaginaba bailando, siendo observado y deseado a la vez. Comenzaba a notar un intenso frenesí sexual.

Me quité la camiseta, sentía el sudor en mi cuerpo y un fuerte olor a tabaco. No paraba de moverme. Sin apenas advertirlo, ya me estaba besando con un tipo que debía de estar al acecho, cerca de mí.

Sweet baby, sweet baby, sex is a Texas draught. Sentía su boca seca dentro de la mía. Nuestras lenguas se atropellaban una a otra. Cada vez me costaba más mantener el peso de mi cuerpo. Él me sujetaba desde la cintura y por eso controlaba el equilibrio. Mis manos trataban de acariciar sus formas, pero casi no podía percibir nada. Algo me intranquilizó. Sumergió sus manos en mis pantalones y con los dedos intentó toquetearme el culo.

No me gustaba ser pasivo. Que me penetrasen era mi mayor límite sexual. Las pocas veces en que lo fui, había terminado por sentirme casi enamorado de las personas que lo habían hecho. En esos momentos, era como si creciera en mí una especie de sentimiento femenino de dependencia y control de la otra persona. Mi mente debía de asociar la dominación sexual con la entrega y la confianza de quien se deja amar. Algunos de ellos eran absolutos desconocidos, así que se puede imaginar lo dañino que podía llegar a ser colgarse de alguien que pensaba que yo sólo era un rollo de una noche. Por este motivo, había decidido ser yo el que tomaba la iniciativa en las relaciones. Si no querían que les penetrase, ahí no había nada de nada, sólo caricias, mamadas y masturbaciones mútuas.

Así que empujé al tipo con el que me estaba besando. Bueno, digo empujar por decir algo, porque estaba tan colocado que no tenía fuerzas para nada. Fue entonces cuando me fijé en él. Su imagen bajo los focos me impactó. Era un hombre de unos cincuenta años, por las facciones quizá extranjero, gordo y descuidado. Se acercó a mí con un susurro, como tranquilizándome, y me dejé abrazar. La música ya no sonaba tan envolvente, y entre sus brazos sólo tenía ganas de llorar. ¿Era eso aquello tan especial que esperaba encontrar esa misma noche? Apoyé mi cabeza en su hombro, sin querer pensar en nada más.

Me odiaba cuando me creía mis propias mentiras. Todo era apariencia. Nadie conocía a nadie, ni siquiera uno mismo llegaba a conocerse. Mi vida estaba sobrada de colegas que iban y venían, de rutinas de diez horas diarias de trabajo más dos de gimnasio. Los fines de semana no hacía más que salir, colocarme, follar y dormir. Y así semana tras semana. ¿Qué estaba haciendo para que todo fuera así? Desde luego, daba por terminada mi noche.

El guiri buscó mis labios con sus dedos y me introdujo una pastillita como las que vendía Freddy. Era una buena idea tomarla, quizá así volviese a sentirme mejor. La evasión debía acabar con todo eso.

No sé cuánto tiempo estuvimos abrazados. Recuerdo que entre tanto intentaba besarme, y que yo me dejaba. Cuando me daba cuenta de quién era, y mis reflejos me lo permitían, trataba de apartarlo. Pero había comenzado a tener frío. Así que él recogió mi camiseta y me la puso. Me sujetó por la espalda, y juntos conseguimos salir de la discoteca. Pidió un taxi.

Creía que en el fondo el guiri no debía de ser mal tipo. Seguramente, viendo cómo estaba, había pensado que me sentaría mejor algo de aire fresco. Era posible que incluso me llevara a casa y me dejase durmiendo. Sólo esperaba que fuese de fiar y no me robara nada. O que no se enamorase simplemente porque se había hecho cargo de mí. Allí, tumbado en el taxi, podía verlo mejor. Era repulsivo. Su cabeza calva y pálida tenía la forma de una calabaza. Disimulaba su falta de labios con una perilla bien trabajada. Sus ojos eran claros y pequeños como canicas. Había mucha luz en su mirada, y yo me dejaba coger las manos. El paisaje urbano se sucedía a través de las ventanas. El coche olía a gasolina y tabaco. Cerraba los ojos, porque no podía ni sostenerme.

Paramos y esta vez me dejé arrastrar por él. Entramos en un lugar que no parecía mi casa. De hecho, todo aquello no tenía pinta de vivienda. Más bien, parecía el vestuario de un gimnasio. Me desnudó y me ayudó a darme una ducha. Sin duda era una buena idea, porque así me despejaría y me sentiría mejor para dormir. Sin secarme, me puso una toalla por la cintura y me condujo a una de las habitaciones. Podía ver gente entre los pasillos. La mayoría se giraban al verme pasar tan drogado. Todos ellos también estaban desnudos.

Aquello era una sauna. Lo comprendí cuando me encontré tumbado boca arriba en una camilla y con el guiri encima de mí, penetrándome. Su cuerpo pálido me daba asco. Asomaba algo de pelo por su pecho y barriga. De vez en cuando intentaba besarme, pero yo giraba la cara para evitar ese contacto. No tenía fuerzas para resistirme, y mucho menos para gritar y ser escuchado. Dejarme llevar hasta allí había sido un gran error, así que cerré los ojos esperando a que todo aquello terminara de una vez.

Sentía cada vez más fuertes las embestidas de su pene. El dolor era humillante. Comenzaba a percibir sudor en su cuerpo. Debí quedarme medio inconsciente.

Cuando abrí los ojos, ya no era él quien me montaba. Era otro tipo algo más joven y delgado. No alcanzaba a ver qué ocurría. Pero sí bastantes personas a mi alrededor. Todos desnudos y esperando turno. Observé que el guiri marchaba y me dejaba sólo ante aquella multitud expectante.

-¿Seguro que este tío está bien? No hace más que balbucear.
-Que sí, ¿si no que haría aquí? Lo que pasa es que es un sumiso de ésos que le mola ir de guarro calientapollas. Es curioso, en las discotecas estos guaperas son los que van de estirados, pero cuando les da el calentón son más putas que todos nosotros juntos.

A continuación me escupieron en la cara. Mi única defensa instintiva fue la de taparme la boca con la mano, como si aquello me fuera a ayudar en algo.

-Joder tío, me estoy poniendo supercachondo, no creo que aguante mucho más.
-Está buenísimo. Fíjate que músculos.
-Cerdo... ¿Te mola que te folle con mi polla? ¿A que sí? Mira, qué dura y gruesa. ¿A que nunca te han follado así? Dí que sí, cerdo.
-¿Le damos la vuelta?

Recordé momentos de mi infancia en los que aún no había descubierto la sexualidad. Pensaba en lo feliz que fui en aquella época. Veraneando en la playa bajo la supervisión atenta de mis padres. Mi madre tumbada, tomando el sol. Yo mostrándome ante ella siempre que podía. Disfrutaba con su aprobación. Por entonces, para mí aquello era el éxito. Mi madre era la única persona a la que seguía amando.

También me recordaba con veinte años, cuando empecé a dejarme seducir por la ciudad. Podía sentir el infinito, sobrevolando esa hilera de edificios altos y luminosos. Con curiosidad me preguntaba qué se escondía detrás de todo aquello, y cuál sería el lugar que yo ocuparía.

-Mierda, está sangrando por el culo.
-Va, dejadlo ya.
-Espera, que me corro encima.

Me despertaron al día siguiente. Ya era media tarde.

-Disculpa, ¿te importa si utilizamos esta habitación? Es que las otras ya están cogidas. Si sólo estás durmiendo, igual no te molesta que nos pongamos a un lado.

Me fui con la cabeza baja. Me dolía todo. Sentía una fuerte presión en el estomago. Por fortuna, dejaron la llave de mi taquilla bajo la mesa y pude cambiarme rápidamente. No me faltaba nada.

En media hora ya me estaba dando una ducha en casa. Sentía el ánimo por los suelos. No podía pensar en qué hacer con lo sucedido. Quizá me lo habían hecho sin condón, o tenía un desgarro, o todo aquello me iba a dejar secuelas. Llamé a casa. Se puso mi madre.

-¿Dígame? ¿Quién es?
-Hola, mamá.
-¡Lauro! ¡Qué bien! ¿Cómo estás? Hace tanto que no sé de ti... ¿Lauro? ¿Me oyes?
-Sí.
-¿Te pasa algo? Te encuentro muy raro.
-Bueno. Estoy bien.
-¿Te has enfadado conmigo por algo? Hijo, dime la verdad.
-Mamá, te quie...

Noté que empezaba a llorar y que no iba a ser capaz de controlarlo. Colgué el teléfono.

jueves, 19 de julio de 2007

Todos estamos solos

Laura camina junto a su amiga Rebeca, ella rubia, estilizada, con unas gafas de sol perfectamente acopladas entre su larga y sedosa melena, y la otra bajita, algo rellena y con el pelo rizado, asintiendo ante lo que le dice. Sin duda, hay algo inquietante en las tiendas de ropa de barrio, son carcomidas y apolilladas, como si se hubieran quedado detenidas a finales de los setenta, y mientras Laura efectúa un completo examen de todos estos detalles que la horrorizan, las dos suben por una pequeña rampa en la misma esquina donde un toldo protege una fachada en obras. Entonces alguien, ahí arriba, hace un vertido de escombros, y casi imperceptiblemente una piedra descuidada y triangular cae por el borde del tubo y golpea con fuerza en la cabeza de Laura. La chica se desploma inmediatamente en el suelo, y a Rebeca le sorprende no tanto el charco de sangre que se va expandiendo, como esa extraña y absurda sonrisa que se dibuja en la cara de Laura, con los ojos bien abiertos, mientras sus piernas hacen un ademán de querer seguir caminando en el aire.

Manuel está sentado en una silla acolchada de la habitación del hospital, con la cara entre las manos acariciándose la barba que hace dos días que no se afeita, y haciendo esfuerzos por controlar el abrumador cansancio que le ha calado en los huesos. Desde el accidente apenas ha dado un par de cabezadas, pero la preocupación y el desconcierto le impiden tomarse las cosas con calma, al menos hasta que haya algo seguro. Se levanta y se asoma a la ventana, donde el sol empieza a esconderse en el declive de la tarde. Le apetece salir y comprar una bebida en la cafetería, pero se siente incapaz de dejar sola a Laura, perdida en su sueño, porque le domina la extraña idea de que en cuanto él marche la perderá para siempre. Las palabras del doctor en su última visita le han puesto nervioso, no se ha detectado nada anómalo en el escáner, aunque podría haber complicaciones. Tan sólo es cuestión de esperar, y a cada pequeño golpe de respiración su corazón se acelera, va corriendo a postrarse ante esa chica, rubia y delicada, con la cabeza vendada, y desea que todo salga adelante. En los jardines del hospital un anciano con tacatá camina poco a poco, y Manuel se entretiene en su piel arrugada, en sus brazos llenos de manchas y en las suposiciones sobre cuánto le quedará de vida, hasta tal punto que sólo pasado un rato escucha ese murmullo a sus espaldas, etéreo, incoherente. Se gira, se agacha y comprueba que, al fin, su chica ha abierto los ojos.
-¿Quién eres?
-Cariño.
Le toma las manos y le invade un amor profundo, sincero, que le emborrona los ojos de lágrimas y le hace olvidar cualquier posibilidad de daños funcionales que ha escuchado en las interminables horas ya pasadas.

Un año después, el calor del verano aprieta y Laura se apresura a entrar en la horchatería de la calle Aribau, donde le envuelve una nube fresca de aire acondicionado. Absorbe el aroma de los helados de chocolate y de vainilla, hasta que en la mesa del fondo su amiga Rebeca sonríe y levanta la mano. Se sienta frente a ella. Rebeca fuma un cigarrillo. Le pregunta:
-¿Cómo estás?
Laura deja su bolso a un lado y suspira. Pide un batido de chocolate.
-Estoy muy mal. No sé nada de él desde hace dos días.
-Quizá ya te va bien así.
-Lo estoy pasando fatal.
-No es algo que te venga de nuevo.
Rebeca aplasta su cigarro contra el cenicero. Saca otro de la cajetilla y lo enciende.
-Lo sé. Pero es que Juan Luis no es una persona normal -dice Laura.
-Ya conoces mi opinión sobre él.
-Lo peor de todo es que le ha podido pasar cualquier cosa. Estoy preocupada.
-Claro. Como la última vez.
Laura empieza a preguntarse si ha sido buena idea quedar con Rebeca.
-No es lo mismo. Ahora nos iba muy bien.
-Aquella vez estuvo perdido dos días con otra chica.
-Es normal que pienses así. Pero es que yo lo conozco de verdad. Deberías pasar por una relación para saber a qué me refiero.
Se arrepiente de haber dicho esto en cuanto termina la frase. Su amiga se limita a cruzar las piernas, apoya su cara en una mano y da una larga calada al pitillo.
-Es cierto -dice Rebeca-, yo siempre he estado sola y no tengo ni idea. Y aun así preferiría seguir estándolo a tener algo que ver con ese tipo.
-No me entiendes.
Rebeca exhala un largo chorro de humo y luego mira a su amiga, que está retorciendo el envoltorio de plástico del paquete de tabaco.
-Por cierto, ¿sabes algo de Manuel?
-¿Manuel? No.
Laura agacha la cabeza unos segundos y luego la alza, se retira el cabello de la cara y contempla fijamente a su amiga. Rebeca observa que sus dos ojos, enormes y azules, se han humedecido y parecen a punto de estallar en lágrimas.
-Es que lo amo. ¿Comprendes? Necesito a Juan Luis. Le quiero.

Palpa con la mano el interruptor y enciende la luz pensando que Mercedes saldrá corriendo en cuanto vea el estado de su piso. Pero al contrario, ella sonríe y entonces Manuel se siente más cómodo.
-Lo tienes todo muy desordenado.
-Sí. Perdona.
La chica se adelanta y se agacha para recoger unos pantalones tejanos tirados frente al televisor. Los deja en un sofá. Contempla la mesa, los ceniceros desbordados de colillas y las latas de cerveza vacías, y después se acerca al mueble. Empieza a inspeccionar con curiosidad los marcos sin fotografías dentro. Los coge y les da varias vueltas, para luego dejarlos de nuevo donde estaban y encoger los hombros.
-Te voy a preparar una copa -dice Manuel.
Entra en la cocina y limpia un vaso largo del fregadero. Después busca la botella de vodka, hasta que la encuentra junto a la basura, pero todavía llena por la mitad. Carga el vaso y le añade limonada y cubitos. Sin que se dé cuenta, Mercedes le abraza desde detrás. Manuel se gira con la copa en una mano. Ella la toma y bebe un sorbo.
-Está muy bueno.
Y entonces deja la copa en el mármol y le da un beso pausado, íntimo, minucioso, hasta que se separan y Mercedes le acaricia la mejilla.
-Lo haces muy bien.
-Gracias.
Ella se acerca para darle otro beso, y Manuel lo recibe porque quiere disfrutarlo. Sin embargo, no deja de ser consciente de que cuando sus labios se unan, cuando llegue la dulzura y el deseo, no serán los labios de Mercedes los que le estén besando, sino otros muy distintos y lejanos, que reclamarán su presencia desde un rincón profundo de su espíritu, y que emergerán con calor vivo mientras mantenga los ojos cerrados.

sábado, 16 de junio de 2007

El novio de Mar

Ya es sábado y eso a Mar le gusta, desde que se despierta y le prepara el desayuno a su hermano, hasta que ven una película después de comer y la tarde empieza a apagarse a través del balcón. Le llama su amiga Elena y Mar le dice que esa noche no puede quedar, porque Carlos vendrá a buscarla. Antes de meterse en el baño escucha la voz excitada de su padre, que acaba de llegar y recorre el pasillo.

-¿Has visto lo que he recibido?

Sobre la palma de la mano tiene un pequeño objeto de plástico gris, con una bombilla de color rojo en la parte superior.

-¿Qué es eso?
-Lo pedí de importación. Es un aparato japonés que me ha costado trescientos euros. Sirve para detectar ectoplasmas.
-¿Ectoplasmas?
-Sí. Cuando hay cerca una presencia... paranormal... a un radio de cien metros, la luz se ilumina.

Mar se mete en la ducha y mientras observa sus pechos, que encuentra un tanto caídos, le viene a la cabeza el recuerdo de aquella tarde, hace muchos años, cuando eran pequeños y pasaban los fines de semana en la torre del campo. Puede ver otra vez a su padre con la mirada desencajada, la vena del cuello hinchada y palpitante, sudando y diciendo que ha visto algo muy raro en el cielo. Cierra la puerta con llave, entra en el almacén, vuelve con un hacha y destroza la mesa y las sillas, y después clava los trozos de madera contra las ventanas. Sube a su habitación y vuelve con la escopeta de caza. Ellos lloran y él les pide que no se asusten. Estuvieron así, sentados en el sofá sin moverse, el resto de la noche y parte de la mañana siguiente.

Pasa media hora alisándose el cabello y al acabar le gusta y cree que hoy le queda especialmente bien. Se pone unos tejanos y una blusa de color rojo, después rocía con Agua de Rosas su cuello y los brazos, se frota las muñecas y las huele. En el comedor, su padre y su hermano ven por televisión un debate sobre política. El padre asiente cuando habla Pedro J. Ramírez y reniega ante los discursos de Miguel Ángel Aguilar.

-Yo soy catalán y a mí no me tienen que obligar a hablar en catalán si no quiero.

Carlos debería hacerle una llamada perdida a las diez para que bajase. Ya son casi las once. Tiene ganas de llorar y le duele la barriga por los nervios, pero se niega a enviarle un mensaje porque sabía perfectamente que habían quedado. Ante todo, Mar cree que su orgullo debe quedar resguardado y que en cualquier caso, de ese modo podrá demostrarle que no es tan importante para ella. Se olvida de todo en cuanto el móvil suena, a las once y media, y entonces se dispone a bajar las escaleras tan rápido que ni siquiera se despide de su padre, que ahora da cabezadas en el sofá con un libro de J. J. Benítez entre las manos.

El Twingo amarillo de Carlos está parado frente a su portería.

-Habíamos quedado a las diez -dice ella al abrir.
-Ya.
-¿Qué ha pasado?
-He tenido... un partido de fútbol.

Arranca el coche y Mar sólo piensa en que, una vez más, no ha mostrado ninguna intención de besarla.

Cruzan el barrio de San Martín, solitario, y luego desde la ronda del litoral siguen por Paralelo y suben las cuestas inclinadas de Montjuïch. Carlos baja la ventanilla y el coche se llena de un aire fresco y con olor a césped y a árboles. Los matorrales rodean la calzada, y cada vez hay más sombras fugaces de cosas que parecen personas. Llevan mucho rato en silencio.

-¿Qué tal la semana? -pregunta ella.
-Bien.

Carlos aparca en la zona más oscura de una explanada sin iluminación y, en silencio, reclina el asiento y comienza a desabrocharse los pantalones.

Una hora más tarde, Mar ya se ha puesto su pijama de ovejitas y trata de dormir fuertemente abrazada a un peluche. Al final no puede evitar llorar, hasta que la almohada queda húmeda. Pasados unos minutos, observa con cierto alivio las sombras que la luz de la calle estampa sobre la pared.

Va al baño mucho más tranquila, y al salir se da cuenta de que a través de la puerta del comedor brilla una extraña luz roja. Entra en la sala, enciende la lámpara y recoge el pequeño objeto de plástico con una bombilla que su padre le ha enseñado esa misma tarde. En cuanto lo agita en su mano, la luz de la bombilla se hace intermitente y acaba apagándose.

Otra vez en su habitación, bien cubierta por la sábana y dispuesta a dejarse caer en un profundo y tentador abismo, sabe que, mañana, volverá a abrir su álbum para contemplar la imagen de Carlos, tan guapo y sonriente, vestido con su traje para jugar al golf, y seguirá con su dedo índice el contorno de los corazones rosas que un día dibujó a su alrededor.

martes, 22 de mayo de 2007

Detroit

Con la mirada fija, sentado en el sofá y una copa de vino en la mano, sólo le hace falta un pequeño punto más de embeleso para convertirse en algo así como un prototipo espiritual, una dosis más de admiración que le complemente como un sombrero, a modo de plácida aureola que todos pueden sentir si se esfuerzan un poco en ser sagaces. La escucha hablar y se siente tan entregado que piensa en aviones volando armónicamente por encima de las nubes, libres, veloces, y aunque es consciente de que ahora el alcohol exagera un poco sus emociones, ya desde comienzos de la noche, cuando la ha visto con esa elegante y ligera chaqueta azul, con esos vaqueros claros y ajustados sinuosamente a sus piernas, y el cabello largo, liso, caoba, tan arreglado y tan perfecto y tan a juego con sus ojos verdes que brillan como calderas, ha recordado esas fantasías que tiene desde pequeño, que le hablan de un amor ideal, transparente, feliz.

Ella se agita, nerviosa, desde su parte del sofá, y le transmite una ingenuidad tan encantadora que intenta no hacer demasiado caso de sus palabras. Se enfada un poco porque nadie está de acuerdo. Y él sólo espera la próxima vez que se le acerque más para sentir el calor emocionante de su piel.

-Me da igual lo que penséis de mí. Mis objetivos en la vida están por encima del amor.

Un tipo sentado en una silla le dice, con una sonrisa sarcástica que mantiene desde hace varios minutos:

-¿Me estás diciendo que podrías controlar enamorarte de alguien?
-Sí.
-¿Seguro?
-Bueno... puede surgir. Pero no haría que cambiase nada de lo que tengo planeado. No llegaría al punto en que me condicionara.

La chica guapa y maquillada sentada a la izquierda cruza las piernas dentro de su falda, coge un cigarrillo de un paquete de la mesa y mientras lo enciende, la mira y le pregunta.

-¿Cuáles son tus planes?
-Quiero vivir una temporada fuera. Quiero irme a Detroit. A trabajar como relaciones públicas.
-¿Y si a tu pareja no le importara irse contigo?
-Es imposible que no le importase. Dejaría muchas cosas por mí y no sería feliz. Yo no haría eso por él.

Más vino, más palabras, y ella continúa nerviosa y levantándose un poco del sofá para luego volver a sentarse, mesarse el cabello y hablar moviendo los brazos. Entonces el chico alto de la perilla, que no deja de fumar pero que de vez en cuando hace alguna pregunta aguda que aporta muchas cosas nuevas, dice, con su suave, inofensiva voz:

-¿Os gusta alguien ahora?
-No. A mí no. Ahora no quiero nada de eso.

Ella niega con la cabeza ostensiblemente y se echa hacia atrás en el sofá.

-¿Y a ti?

Abre los ojos como si hubiera estado en otro sitio hasta ese momento, enrojece, deja pasar unos segundos, toma un pequeño trago de vino y entonces dice con un tono sincero y convencido:

-Pues a mí sí.

Lentamente, la luz del día empieza a filtrarse por el ventanal de la sala. Nadie está cansado, hay todavía muchas cosas que discutir, pero ninguna cajetilla de tabaco tiene ya cigarros y una incomodidad elástica y ansiosa se transmite en el aire. Hasta que él le pone una mano en la rodilla, se incorpora y dice:

-Voy a comprar tabaco. ¿Quién me acompaña?

Y ella dice lo que estaba soñando escuchar en ese mismo momento.

-¡Yo voy contigo!

Afuera llueve. Pero los charcos de la acera son alegres y amigables. Ella le ha cogido del brazo y caminan los dos muy juntos bajo el paraguas. Puede oler fácilmente el aroma limpio de su cabello, lo hace una y otra vez sin que ella se dé cuenta, suben la calle poco a poco y a él le gustaría que no terminasen de recorrerla nunca.

-¿Crees que soy una persona interesante?
-Mucho -le dice ella. Pero eso ya te lo habrán dicho muchas chicas.
-¿Por qué lo crees?
-No sé... Me pareces muy atractivo... eres inteligente y culto.

Entran en un bar. Compran una cantidad exagerada de paquetes de tabaco. Después salen y antes de doblar la esquina, su cuello está tan moreno, tan cerca, que agacha la cabeza y lo besa con ternura. Sus ojos se encuentran. Ella lo mira insegura, desconcertada por unos instantes.

-¿Por qué has hecho eso?
-No lo he podido evitar.

Caminan sin decir nada. Pero no se separan.

-¿Ha sido un beso de amistad?
-No.

A la altura de un parque con el suelo de tierra húmedo, la besa de nuevo, esta vez en la sien, pero con la misma delicadeza. Le da la impresión de que la sangre le circula a golpes de velocidad que le dejan momentáneamente en blanco.

-¿Qué esperas de mí? ¿Quieres liarte conmigo?
-No sólo eso. Me gustas mucho.
-¿No te da miedo lo que he explicado de mí?
-¿Por qué?
-Ya sabes cuáles son mis planes.
-No me importa.
-¿Me acompañarías a Detroit?
-¿Por qué no?
-Podría funcionar mal.
-Aún falta mucho para eso.
-No me beses más, por favor.
-¿No te gusto?
-Sabes que no es eso. Pero no quiero que nada cambie.
-No tiene por qué cambiar nada. No tengo prisa.
-Quiero que nos conozcamos más y decidir poco a poco.
-Bien.

Suben al piso y siguen bebiendo, fumando y charlando con sus amigos durante varias horas más. A la hora de despedirse, le deja un CD de música brasileña porque ella ha dicho que le encanta, y aprovecha para darle un beso más, esta vez dentro de los cauces normales de la amistad más bienintencionada, y no obstante lo disfruta de la misma manera.

El resto del día procura no dejarse llevar por esa fuerza que brota sin orden, desde una parte profunda de su alma, y que le empuja a formular fantasías locas, a imaginar felicidades hipotéticas, a tumbarse en la cama sin hacer nada y recrearse en la sensación cálida y placentera que su vientre le proporciona en gloriosas ráfagas. Durante la semana se centra en la rutina y trata de controlar sus pensamientos, pero cada vez que suena el móvil el corazón le late rápido y le falta el aire, hasta que comprueba que no es ella. Seis días después, aún no sabe si le gustó el disco.

Se ha esforzado en que no sea de ese modo, pero al llegar a casa de su amigo debe reconocerse a sí mismo que quiere saber definitivamente si también estará ella. Llama al interfono, su amigo le abre y mientras sube las escaleras intenta escuchar su voz o, al menos, alguna pequeña pista de que anda por ahí. Cruza la puerta, recorre el pasillo hasta la habitación y su amigo está solo, sentado en el suelo y bebiendo una botella de vino.

-¡Ey!
-Buenas.

Le sirve una copa, se sienta en un cojín y la bebe sin hablar de lo que realmente desea, sin preguntar sobre lo que quiere saber. La luz de la habitación se le hace apagada, ajena a su presencia. No quiere darse cuenta, pero un vacío desolador le recorre las entrañas y piensa que la vida es un bosque de piedra solitario, laberíntico, silencioso y estéril. Únicamente escapa de esta sensación contundente cuando su amigo le dice que antes ha hablado con ella.

-Es verdad. ¿Por qué no ha venido?
-Estaba un poco cansada. Y tenía algunas cosas que hacer. Estudiar, creo.
-¿Estudiar?

Su amigo se levanta y hace clic en un archivo mp3. Los Smiths y sus guitarras otoñales abrigan la voz de Morrissey, el cual parece cantar sin ganas una frase que, sin embargo, suena extrañamente intensa y viva: y si un autobús doble choca contra nosotros, morir a tu lado sería una maravillosa manera de morir.

-Bueno, sí. Ya sabes que es una chica muy responsable.

martes, 8 de mayo de 2007

Mar

Martina, Mar para los amigos, es una chica muy guapa y dulce y agradable que acabó hace poco la carrera de traducción e interpretación y que ahora estudia un módulo de lenguaje de sordos. Ya casi es verano y se acaban las clases, y Mar se siente muy bien junto a su nuevo novio, una mole de casi dos metros que la lleva a discotecas y a Burger Kings y especialmente a Pastafiores, porque a ella le encanta la pizza. Se sientan en una mesa, piden, su novio le cuenta algo de la construcción en la que trabaja, y Mar, mientras tanto, piensa en que ese fin de semana le gustaría mucho ir al cumpleaños de su mejor amiga, Vanesa, en una sala de salsa y merengue.

(Pero le ha prometido a su novio que irá a verle a ese partido de fútbol tan importante para su equipo.)

Al día siguiente, Mar sale de su trabajo de teleoperadora, toma el metro y llega a casa. Su madre ya está preparando la comida y le pide que la ayude a poner la mesa. Después se sientan todos con el televisor encendido y nadie dice nada mientras engullen unos macarrones con foie-gras. A las cuatro, Mar sube al metro otra vez y va hacia el instituto donde estudia el módulo. Por el camino ve a una pareja y entonces se acuerda de un novio que tuvo hace un par de años. Un chico guapo y musculado y algo mayor que ella. Empezó a estudiar en ese instituto cuando todavía estaba con él. Le vienen a la mente los paseos por las Ramblas cogidos de la mano. Pero también recuerda muchas otras cosas.

Sus amigos siempre le decían que era un tipo muy extraño. Cuando iban a discotecas y se ponían todos en corrillo a bailar, él iba directo hacia la barra y tomaba un cubata tras otro porque no sabía divertirse de otra manera. A Mar también le agobiaba mucho su manía de pasarse varias horas visitando librerías y gastándose un dineral. Un día quiso regalarle un libro.

-A mí leer no me gusta -le dijo ella con total sinceridad.

Estuvieron juntos varios meses porque al fin y al cabo él la trataba muy bien. La invitaba a cenar a sitios caros y le pagaba los Smirnoff con Red-bull y era muy cariñoso, aunque no se relacionara demasiado con sus amigos. Y además siempre sabía darle una solución a sus problemas, encontraba el camino más lógico y correcto y por ese motivo le encantaba recibir su apoyo. Pero al pensar en esto, no puede evitar sentir una pequeña incomodidad, un vago resquicio de lo mismo que experimentaba aquellas noches que él se abrazaba a ella y le explicaba lo que le pasaba por dentro y ella quería dormir y se sentía fuera de lugar. A veces él se mostraba perdido y a Mar no le resultaba atractivo su desamparo. Prefería verlo con sus camisetas ajustadas, apoyado en la columna de una discoteca mientras esperaba a que ella saliese del lavabo, con un aspecto de chulo que hacía que el pulso le temblara y el corazón le enloqueciera.

Piensa en todo lo que llevó la relación a su fin. Por ejemplo, aquella vez que él la invitó a cenar a un sitio muy lujoso y con unos platos demasiado raros y un camarero que constantemente rellenaba la copa de vino. Mar nunca había visto esa cantidad en la cuenta de un restaurante, pero él puso la tarjeta sobre el plato con una amplia sonrisa y después le pasó el brazo por los hombros y salieron de allí envueltos por el tibio aire de primavera. Una semana después la invitó a un sitio mucho más modesto, donde pidieron una ensalada en la cual los trocitos de queso llevaban todavía enganchado el código de barras. Al salir, le preguntó si le había gustado. Y ella respondió sin pensar:

-Bueno, no está mal. Al menos es mejor que el del otro día.

Se enfadó mucho y ella no comprendía por qué, hasta el punto de que Mar quiso ir al metro y volver a casa, pero él le pidió que no se fuera y la abrazó de nuevo y todo se calmó. Sin embargo, fue el primero de una serie de sucesos similares, por ejemplo aquel que desencadenó la ruptura, cuando ella tenía clases por la tarde y le pidió que la acompañara al instituto. Fueron muy abrazados hasta allí pero, unos diez metros antes de llegar, Mar le dijo:

-Bueno, no me acompañes hasta la puerta. Sólo hasta aquí.

Y otra vez se encontró con ese comportamiento extraño. Su antiguo novio no la entendía cuando ella le explicó que si iba hasta allí con él, no podría hablar con sus amigos, y si hablaba con sus amigos, no podría hablar con él, y entonces se agobiaría y se sentiría mal. Lejos de ponerse en su lugar, él se dio media vuelta y se marchó y fue la última vez que se vieron como pareja. Aún recuerda lo que le decían sus amigos aquel mismo fin de semana:

-Tienes que dejarlo. Es un tío raro.
-Está loco.
-Es lo mejor para los dos. No te conviene.

El lunes siguiente quedaron para tomar algo y hablar de su situación.

-Tenemos que dejarlo.
-Mar, todavía te quiero...
-Es lo mejor para los dos. No... nos conviene.

Y Mar rememora todo eso, que ocurrió hace ya casi dos años, mientras alcanza el final de las Ramblas y tuerce la calle que le lleva a su instituto. Antes de llegar, piensa en un detalle que se queda agazapado en su cabeza mientras duran las clases. Al salir, busca en el móvil el número de su antiguo novio, que hace mucho tiempo que no utiliza. Duda un rato, se decide y después de unos minutos le manda este mensaje:

"Hola! K tal? Knto tiempo! Yo muy bien, casi de vacaciones. Oye, 1 cosa. Se k aveces te ves con Jaime. Podrias darle el libro k t deje y las dos pelis? Bsitos!"

Llega a casa y su madre le dice que la ha llamado Vanesa:

-¡Hola Vane!
-¿Qué tal, Mar? Oye, te vienes a mi cumpleaños, ¿no? Acuérdate de que es el sábado por la noche.
-Es que...
-¡Venga! Si estará genial. La sala de salsa está de vicio.
-¡Vale!

Mar cuelga, se sienta en la mesa junto a su familia, corta un pedazo de hamburguesa y se lo come mientras se concentra en la teleserie de los jueves.

martes, 1 de mayo de 2007

Consuelo

Consuelo vive en la calle de la Generalitat, justo en esa parte en la que suele pasearse un perrito blanco y lanudo que lleva meses cojeando, feliz, campechano a pesar de que su pata se quiebra hacia un lado cada vez que la apoya y le hace ir tambaleándose hacia delante. Seguramente, ahora Consuelo estará arriba jugando a la Playstation 2, cenará a las nueve, verá una película y a las once ya se habrá metido en la cama. Su cuarto está al final de un largo pasillo sin puertas y sólo tiene una cama de matrimonio rodeada por paredes blancas y un pequeño televisor a los pies, sobre un taburete.

Ahora tiene treinta años. Hace quince, cuando aún vivía con sus padres, se le empezó a llenar la piel de morados, se mareaba y no paraba de vomitar. Le detectaron leucemia, le hicieron un transplante de médula espinal y estuvo ingresada en el hospital durante un año y medio. Dormía en una sala con otros dos jóvenes que sufrían la misma enfermedad, y que acabaron muriendo a los pocos meses. También vio cómo morían los nuevos compañeros que los sustituyeron. Ahora sólo tiene que hacerse análisis cada tres meses, seguir una medicación estricta y cuidar su salud. Da igual que le insistas, no importa que repitas que sólo es una noche o que se trata de un día señalado: jamás beberá más de una copa.

Su aspecto físico parece hablar sobre lo que le ocurrió en la adolescencia. Es muy pequeña, con las manos minúsculas, casi infantiles, como si su metabolismo se hubiera detenido en pleno desarrollo. Y su cara podría resultar atractiva si no fuera porque sus labios son dos líneas muy finas, imperceptibles. La ropa que viste, demasiado inocente, demasiado contenida, no sirve para que en general emita destellos de sensualidad o de apetencia. Ella le echa la culpa a sus padres, sobreprotectores, pero lo cierto es que no evita hablar del sexo con un deliverado desprecio, con un orgullo de asco declarado y divulgado a quien le pregunta. Perdió la virginidad a los veintiocho años porque hasta entonces "no sentía la necesidad". Todo eso lo contará con su voz débil, aniñada, dulce, que por su tono parece autojustificarse en cada palabra y pedir disculpas por hacerse escuchar o por el mero hecho de existir.

Con su primer novio estuvo diez años. Entre otras cosas, la hizo bajarse del coche en el área de descanso de una autopista y se fue, rompió el armario de un hotel porque ella no quiso acceder a sus deseos carnales y desaparecía largas temporadas en las que se sometía a un tratamiento intensivo de cocaína y alcohol. Cuando decidió dejarlo, la familia del novio estuvo persiguiéndola por las calles varios meses, insultándola, recriminándole el sufrimiento amoroso de su hijo. Otro de sus novios le pedía dinero y nunca se lo devolvía. Y en cuanto al último, dejó de llamarla después de cinco meses de relación cuando un día se empeñó en comer en una hamburguesería y a ella no le apeteció. Es fácil saber cuándo Consuelo tiene novio, porque entonces deja de salir y se limita a pasar las noches con su pareja viendo las películas de Antena 3.

A la mayoría de ellos los ha encontrado por Internet. Tampoco exige demasiado. Muchas veces explica que si tuviera la oportunidad de elegir, preferiría no haber nacido. Se considera una tarada, y no sólo por su enfermedad, sino también porque carece de ramificaciones nerviosas en el aparato olfativo y es incapaz de percibir ningún olor. Cambia de ropa varias veces al día porque le aterroriza oler mal, y su cocina es eléctrica, ya que no podría detectar un escape de gas. Le avergüenza reconocer su carencia cuando alguien que no conoce demasiado insiste en lo bien que huele un plato de comida o en lo mucho que apesta una parte de la calle. Considera que sus incapacidades son suficientes para ahuyentar a cualquier persona normal. Ante cada nueva pareja es un reto tratar de descubrir en qué momento saltará la extravagancia, la rareza, la franca exhibición de su estatus de inadaptado.

Está contenta porque ha quedado tres veces con otro chico de Internet, pero le inquieta que no se quiera tomar ya las cosas en serio o aún no viva con ella. Le encantaría tener a un compañero mientras navega por diferentes chats, se compra juegos y accesorios para la consola, come una bolsa de Cheetos o ve la televisión. Así que ahora, en su vida, los días pasan expectantes, ilusionados, cargados de incomprensibles y estimulantes sucesos que están al caer. Junto a su portería pasa ahora ese perro de la pata quebrada, se come un hueso de pollo del suelo y se estira plácidamente en la parte de la acera donde todavía cae el sol. Su dueño ya ha pedido hora al día siguiente al veterinario para sacrificarlo.

lunes, 23 de abril de 2007

El insomnio de Jaime Poch

Jaime Poch da vueltas en la cama, son ya las cuatro de la mañana pero no puede dormir porque sus pensamientos se enmarañan con el estómago, que le agarra el alma como un cepo. Le pica todo el cuerpo, se gira, se medio duerme, se despierta otra vez y enseguida piensa en lo mismo: que nunca ha tenido novia y que lo más seguro es que nunca vaya a tenerla.

Incluso le cuesta ir por la calle porque no puede soportar la idea de ver a una pareja cogida de la mano. Con sus amigos ya hace tiempo que dejó de ir a discotecas por no ver a gente enrollándose. La semana pasada quedó con Francesc, en teoría uno de sus mejores amigos, y le devolvió el libro que éste le había dejado hacía poco. Mujeres, de Bukowski.

-¿Te ha gustado?
-Pues lo he dejado, porque en la página 8 el protagonista se lía con una chica y me he rayado.

No se siente capaz de gustar a nadie y tampoco afronta la idea de intentarlo. Un rechazo es para él un trauma profundo, un terremoto devastador en su historia personal, y teniendo en cuenta que cada vez que se mira en el espejo se deprime, prefiere ir pasando los días con la leve esperanza de que en algún momento las cosas cambien. Pero no pasa nunca. Sólo se ve con Marta, podría decirse que su mejor amiga si no fuera porque le parece infantil, poco interesante en líneas generales, demasiado bajita y gorda y con las orejas de soplillo. La verdad es que le avergüenza ir a su lado y que alguien piense que es su novia. Jaime aspira a una chica alta, rubia, con curvas, una chica parecida a cualquiera de las que aparecen en su colección de películas porno. Todo lo demás le da lo mismo.

-No quiero estar contigo porque me das asco físicamente -le dijo una vez a Marta, cuando a ella se le ocurrió preguntar por qué no podían ser pareja.

Le gustan las rusas. De hecho, se ha puesto en contacto con un conocido para que le pase un catálogo con fotografías de mujeres a las que podría tener por 3.000 euros. Ciudadanas rusas que por esa cantidad estarían una semana viviendo con él, de cara a un futuro matrimonio que las sacaría de su país. Es una idea que tiene en estudio y que en cierto modo, ahora que la oscuridad le agobia, que cualquier ruido de la calle quiebra el más mínimo atisbo de sueño, le consuela, le parece una salida adecuada a su situación.

Al día siguiente ha quedado de nuevo con Francesc. Siempre evita pensar en el hecho de que es el novio de la amiga inseparable de Marta, Elena, joven, voluptuosa, de cara aniñada y ojos verdes. Aunque ahora no les va muy bien, jamás los habría presentado si hubiese intuido que podía surgir la chispa entre ellos. Ya hace dos años que son novios, pero Jaime no deja de masturbarse pensando en sus grandes pechos. Por otro lado, y como ya le ha dicho a Francesc, se niega a quedar en plan de parejas. No soporta ver cómo los demás sí han conseguido su dosis de cariño con una novia guapa, y no con un desecho como Marta.

Se encuentra con él en Plaza Universidad y caminan hacia la cervecería Luxemburgo.

-Vaya, se me ha olvidado sacar dinero -dice Jaime, una vez dentro.
-No importa, ya te invito yo -piensa Francesc, aunque por dentro le incomoda la sensación de que esos despistes de Jaime, siempre cuando ya están dentro del bar, son demasiado frecuentes.

Francesc le empieza a explicar sus problemas con Elena. De todos modos, se le hace muy extraño hablar de asuntos personales con Jaime. Las conversaciones con él normalmente giran en torno a nuevas marcas de reproductores Mp3, auriculares con componentes especiales o juegos de ordenador. Sin embargo, ese día necesita que alguien le escuche.

-Elena y yo somos muy distintos. A veces me siento muy frustrado porque no nos entendemos, y me da por pensar que quizá lo mejor sería dejarlo.
-Bueno, no sé. Tú mismo.
-Por cierto, no le cuentes nada de esto a Marta. Ya sabes que no se calla y se lo diría todo a Elena.
-Claro, tranquilo.

Salen de la cervecería y deciden ir al bar Inside. En el camino, Francesc le recuerda que tiene que sacar dinero. Cuando llegan y el camarero les toma nota, Jaime dice:

-Yo de momento no tomaré nada.

Y Francesc saben que saldrán de allí sin que su amigo beba nada en absoluto.

Se despiden en Plaza Cataluña y Jaime entra al Fnac. Sube al segundo piso, durante media hora examina todos los auriculares expuestos y al final se compra uno con gomas reforzantes y enganches de oro por 350 euros. Toma el metro, baja en su barrio y va a buscar a Marta. Han quedado para pasear hasta la hora de la cena.

-¿Cómo te ha ido con Francesc? -le pregunta la chica mientras caminan hacia la rambla.
-Bien. Me ha dicho que quiere dejarlo con Elena porque ya no la aguanta más.
-¿En serio?

Cuando Jaime Poch llega a casa, introduce los auriculares en su equipo de música, pone un CD y piensa que las gomas reforzantes hacen que los bajos suenen con una frecuencia de sonido más rica.

lunes, 16 de abril de 2007

El vampiro está muy cerca de ti

No puede dejar de mirarlo, está tan guapo en la barra, con una rodilla suave y elegantemente apoyada en el mostrador, y cada vez que levanta la copa un anillo en su mano izquierda emite un destello de clase y armonía. No habla con nadie, parece que ha venido solo y mira hacia delante con cierto misterio, está claro que en su interior se esconde una tortura inexplicable, agazapada como una serpiente venenosa que le está picando las entrañas. Quizá un amor perdido, mejor aún, una novia a la que quiso mucho y que murió en un accidente de tráfico o por una enfermedad.

La americana blanca le queda perfecta, le distingue del resto, de la masa anónima de chicos que se le han ido acercando hoy y que ella ha rechazado, porque no tienen nada que decirle y porque es imposible hacer caso a medianías excitadas cuyo aliento apesta a alcohol. Además, él parece no haberse fijado en ninguna, pues quizá está por encima de todas esas cosas, y en realidad le bastaría con chasquear los dedos para que las chicas le rodearan. Sin embargo, no busca sexo rápido, sino alguien que consuele su alma y que le salve con amor y cariño, alguien que le sorprenda poco a poco y que le extirpe de cuajo su dolor. Se le ve tan seguro en su soledad, tan firme en su suplicio, que abruma y dan ganas de dejarse abrazar hasta desaparecer en su interior, de caer en sus redes y dejarse arrastrar por ellas hacia mares secretos y de belleza inimaginable. Le sorprende su camiseta negra con el rostro de alguien que no le suena, una cara de ojos muy abiertos, obsesivos, probablemente obra de un diseñador exquisito y caro.

Observa que termina su copa y llama a la camarera para que le ponga otra. Ésta entorna los ojos y mientras llena el vaso le sonríe de una manera en la que probablemente no lo habrá hecho con nadie más esa noche. Su corazón late más rápido porque entonces es consciente de que embriagada por su presencia, no ha tenido en cuenta que el local está lleno de rivales que pueden arrebatárselo en cualquier momento y apartarlo de su vida para siempre. Y aprieta el puño y enciende un cigarrillo nerviosa cuando la camarera empieza a hablarle, pero entonces él le dice algo y la sonrisa de la chica se convierte primero en un gesto de sorpresa y después de indignación, se da la vuelta y se aleja, y él permanece ahí sin inmutarse, como el personaje principal de una película. Quizá ha rechazado educadamente una sugerencia de verse despúes. La camarera no ha entendido nada, no sabe que delante no hay uno de esos jóvenes guapos y fáciles que pueblan la noche.

Ve lo que ha pasado como una señal. Si no se decide, lo perderá. Quiere intentarlo aunque él no le ha devuelto ni una sola mirada. Se lo toma como un reto personal. Trata de controlar los nervios mientras se acerca. Y ya lo tiene al lado, y escucha su propia voz intentando aparentar control de la situación.

-¿No deberías dejar ya de beber?
-No lo creo.

Él le sonríe, sus dientes son blancos y están perfectamente colocados, y además la mira a los ojos, una mirada profunda y honesta a través de dos círculos azules que lanzan rayos de encanto. Al inclinarse para escucharla también puede percibir un aroma fresco, marino y almizclado de un perfume que no conoce, o que al menos no es el típico Hugo Boss, y por si esto no bastara para desarmarla, su voz es cálida, sensual, masculina pero refinada, con el punto justo de dulzura y seducción. El chico mira de nuevo hacia el mostrador, coge la copa y bebe lentamente mientras mantiene su mirada. En la muñeca lleva un reloj Armand Bassi brillante y de correa blanca. Y a ella se le agolpan las palabras e intenta mantener la compostura, pero nota que su entrepierna se ha humedecido y que está literalmente rendida en la palma de su mano.

-¿Cómo te llamas?
-Ferran.
-¿Bailamos?
-Mira, mejor que no. Esto es un coñazo. ¿Vamos a mi casa a tomar otra copa?

Se dice a sí misma que está loca cuando salen del local, pero no puede evitar tomarle fuertemente del brazo, se siente extrañamente feliz y llena y surcando la noche como en una pista de hielo. Montan en su coche, un Audi TT de color inmaculadamente blanco. Él se enciende un cigarrillo y pone una música bossa-nova que parece la banda sonora de una película romántica. Conduce con tranquilidad y firmeza, ella pone la mano en su rodilla y se la acaricia.

-He visto cómo la camarera intentaba ligarte.
-¿Ah, sí?
-Te ha dado la espalda. ¿Qué le has dicho?
-Le he preguntado si le gustaba el sexo oral.

Ella estalla en una carcajada.

-¿En serio?

Pero él no se ríe, sigue conduciendo y fumando su cigarrillo, sin decir nada. Empieza a circular por una larga y solitaria carretera de muros pintados. No hay ni un alma por la calle. En el poliedro de ilusiones que hasta entonces ha invadido su cabeza, empieza a introducirse una cierta inquietud, una vaga e incómoda tensión que trata de apagar pensando en otra cosa. Quizá está yendo demasiado rápido y ha sido imprudente al no considerar que no conoce de nada al tipo que ahora la está llevando a su guarida. Respira hondo y se ajusta la falda a las rodillas.

Paran en un semáforo. El chico se gira hacia ella con una sonrisa poderosa, se acerca y le da un beso delicioso y sensible, con un pequeño punto de humedad que lo hace muy excitante. Vuelve a caer a sus pies. Cuando el semáforo se pone en verde, la sangre calienta otra vez sus muslos y sus pechos, y él conduce tranquilo e impasible.

Entonces enfilan una carretera llena de árboles a los lados. Por la ventanilla entra el canto de los grillos y ya apenas se cruzan con ningún coche. Se le empieza a hacer incómodo el silencio.

-¿Quién es el tío que sale en tu camiseta?
-Charles Manson. Uno de mis ídolos.
-¿Un diseñador?
-No. Alguien que montó una secta e iba por ahí matando a ricos en sus casas. Una de esas mujeres estaba embarazada y le arrancaron el feto del útero.

Se quedan callados otra vez. Y ella experimenta una sensación de peligro que crece a partir de su estómago, y que ya no se extingue. Ahora sospecha de su extraña sonrisa y le capta un matiz malvado que hasta entonces le había pasado desapercibido. Piensa en chicas raptadas, violadas y torturadas hasta morir. Imagina su cuerpo desnudo y putrefacto entre arbustos y piedras. Se fija otra vez en la cara de su camiseta. Los ojos de ese tipo están locos, idos, expresan barbarie, caos y muerte, se arrepiente de no haberse dado cuenta antes. Y la actitud impasible y sonriente de él hace más extraña y fría la situación. Tiene miedo y quiere irse.

-¿Puedes parar un momento?
-¿Para qué?
-Tengo que mear.
-Ahora tomamos la autopista y enseguida estamos en mi casa. ¿No puedes esperar un rato?
-Tiene que ser ahora.
-Muy bien.

Para suavemente a un lado de la acera. Sólo piensa en salir de ahí lo más rápido posible. Pero él intenta besarla otra vez y entonces no puede mantener la calma. Lo aparta con un empujón demasiado agresivo como para aparentar que no ocurre nada. Abre la puerta y sale corriendo. Escucha que él también sale.

-¿Pero qué pasa?
-Si te acercas más, me pongo a gritar.
-¿Qué te he hecho?

No le responde. Su figura se pierde al final de la carretera entre ruidos de tacones y jadeos.

Vuelve al coche, arranca y se mete en la autopista. Cambia de marchas con una mano torpe y temblorosa.

Cuando llega a casa, su gato aparece del fondo del pasillo ronroneando. Se agacha y lo acaricia, y el gato se tumba con cara de felicidad. Pero entonces se le dilatan las pupilas y se incorpora de un salto. Ha visto una araña que camina por el comedor y que se ha colado por la galería. Se acerca con sigilo, a punto de atacarla. Él se adelanta y después de atrapar a su gato, lo encierra en el pasillo. Abre un cajón y arranca una hoja de una libreta. Aproxima su borde a la araña, hasta que ésta sube encima. Sale al balcón, elige la maceta más grande y allí inclina la hoja para que la araña caiga suavemente en la tierra.

viernes, 6 de abril de 2007

Jaime Poch en el metro

Ese chico que está ahí sentado, acurrucado al final de la línea de asientos del vagón de metro, apretando una carpeta con sus brazos, con la cabeza parcialmente calva y dejando escapar una mirada de desconfianza por encima de sus gafas de pasta, es ni más ni menos que Jaime Poch. Ha salido a las siete de la empresa donde trabaja como informático, ha cogido el metro en Paseo de Gracia y ahora espera a que llegue su estación mientras observa a la gente que entra.

Un tipo gordo se sienta a su lado y Jaime se ve obligado a apretar sus hombros estrechos en torno a la carpeta. Está incómodo, aunque se olvida enseguida cuando entra un grupo de jóvenes que se arremolinan junto a una de las puertas. No deben de tener más de dieciocho años. Hablan en voz alta y a risotadas, y entre ellos hay una pareja que se abraza y se mete mano. Se fija en el novio. Lleva gafas de sol dentro del vagón. "Menudo subnormal", piensa. Pero su chica no está nada mal. Viste unos tejanos apretados que le marcan un culo respingón y carnoso. Justo cuando Jaime repara en él, su novio pone sus manos repletas de anillos encima y se lo aprieta con fuerza.

En ese grupo hay también dos chicas muy guapas hablando entre sí sobre los exámenes. Están perfectamente maquilladas, sus cortes de pelo parecen creados para un pase de modelos, sus cuerpos son todo curvas apretadas por telas ínfimas, huelen a perfumes caros. A Jaime se le va todo el rato la vista hacia ellas. Le mueve una especie de fascinación estética y un primitivo instinto sexual que le sugiere que se levante en ese mismo momento, les arranque la ropa y se las folle de una manera brutal y sin concesiones. Pero justo cuando empieza a imaginar ese tipo de cosas, el resentimiento hace que se le encoja el estómago. La verdad es que no tiene nada que hacer con ellas. Como mucho se reirían de él. Tiene treinta años y su única experiencia sexual fue con una puta cuando cumplió los veintiséis.

El chico de las gafas de sol le está comiendo la boca obscenamente a su novia y después le toca las tetas. "¿Cómo puede estar con ese gilipollas?". Se indigna. Él le ofrecería cariño y ternura, le haría regalos cada día, la protegería y la trataría como a nadie. Siente compasión hacia sí mismo y levanta el brazo para rascarse la barbilla. Lo baja enseguida porque de la axila le llega un olor espeso y agresivo.

El cartel indicativo informa de que la siguiente parada es Clot. Se levanta y camina hacia la puerta. Los chicos también bajan ahí. Tiene justo detrás al tipo de las gafas de sol, que bromea con sus amigos. Experimenta entonces un ramalazo de algo parecido al orgullo. Se siente seguro y casi sonríe. Le da mil patadas a ese chaval. Él es mucho más sensible y más capaz de apreciar...

-¿Te bajas o qué, pasmao?

Jaime se paraliza. "No puede ser". La puerta se abre y antes de que le dé tiempo a reaccionar, el grupo pasa a su lado casi atropellando. Está claro lo que ha ocurrido: lo han tratado como una cucaracha miserable y él se ha dejado pisar, como siempre, porque no tiene carácter y es un cobarde. Una sensación gris y pesada le abruma al enfilar las escaleras mecánicas.

Intenta pensar en otra cosa mientras camina por la calle. Sube las escaleras de su edificio, abre la puerta y saluda a su compañero de piso y a su novia, que están viendo una película picando de un cuenco lleno de palomitas. Cruza el pasillo y lo primero que ve cuando llega a su habitación y enciende la luz, es el rollo de papel higiénico que preside su mesita de noche.

jueves, 29 de marzo de 2007

La chica del tren

Hace dos años cogía el tren dos veces por semana, y la veía siempre en el mismo vagón, sentada junto a una mujer rubia y un hombre ya algo maduro. Conversaban a ratos entre sí porque eran compañeros de trabajo. Su cara me parecía delicada, de piel pálida y facciones orientadas a la sonrisa, los ojos muy ingenuos, muy verdes y abiertos. De alguna manera transpiraba sinceridad, bondad, maldad inocente y burlona. Me encantaba verla jugar a un miniparchís con su compañera, hasta que llegaba su estación y se bajaba.

Despertaba en mí una especie de idealismo romántico, una fantasía loca que me hacía tomar el tren con una sonrisa. "En otras circunstancias, probablemente nos habríamos enamorado", pensaba mientras la veía salir del vagón y me hacía el despistado con el libro que leía. Hay ciertas épocas de la vida que recuerdo con nostalgia por vagos detalles como éste, aunque sean puros sueños y divagaciones que no llevan a ninguna parte. Luego me olvidaba y no volvía a pensar en ella hasta que la encontraba otra vez, en el mismo sitio, con la misma gente.

Hace un par de días, volví a tomar ese tren casualmente. Me senté, me puse los auriculares y topé con unos ojos y una sonrisa que ya había visto antes y que transmitían calidez. Ella estaba justo delante de mí, también con aquel tipo maduro, pero con una novedad: a su lado, un joven extendía las piernas sin preocuparse demasiado. Llevaba pendientes, cadenas y anillos de oro, piercings y uno de esos rapados a lo mohicano que ahora están de moda entre determinados sectores de infraseres. Y todo eso rematado con una chaqueta deportiva molona y unos tejanos repletos de bolsillos.

El hombre maduro se bajó en su parada y se quedaron solos él y ella. Primero habló aquel tipo. Tenía una voz ronca, grosera, de palabras secas y rasposas como una mierda aguantada durante días. Y cada vez que se reía daba la impresión de estar más bien rebuznando. Extendió una mano y le cogio la suya. "Así que son novios". Poco después se sentó a su lado y empezaron a besarse, bien abrazaditos, ella con los ojos cerrados y expresión absorta, degustando cada segundo de aquel momento.

En unos asientos algo más a la derecha también había un chico y una chica, pero en una actitud muy distinta. La chica le hablaba de historia del arte. Él se limitaba a dar su opinión desde un conocimiento evidente del tema, haciendo uso de un lenguaje culto y refinado, cuidadoso y preciso, en ningún momento pedante. Hablaban con un tono de voz normal, incluso sosegado, pero en el vagón había poca gente y cualquier palabra podía oírse a unos pocos metros. Justo cuando él estaba hablando de un dialecto antiguo, se hizo un silencio y se le pudo oír claramente. Como un resorte, el tipo de delante de mí dejó de besar a su novia y le observó fijamente. Y entonces graznó:

-¿Pero qué le pasa a ese pavo?

Y se rió con su rebuzno, y ella también se rió. El joven al que se refería lo miró, pero no hizo nada más, aunque dada su constitución y su estatura podría haberlo tumbado fácilmente si hubiese querido. La pareja siguió besándose, el joven continuó hablando de dialectos antiguos y todo quedó ahí hasta que el novio se levantó, le dio un beso y le dijo un "adiós" con una voz cavernosa que parecía venir desde la más profunda de las resacas. Allí se quedó ella, otra vez con su aspecto cándido, ilusionado, burlón, que siempre había tenido y que me había cautivado, pero ahora con las bragas mojadas.

Cuando me bajé en mi estación, vi en el andén a una chica que me resultó familiar. Enseguida me acordé de que antes, cuando iba a la universidad, solía estar ahí, esperando el tren en idéntico sitio. Siempre me había llamado la atención su retorcida, inexplicable fealdad, de sorprendentes y grotescos matices. Seguía ahí tal cual, sin que el tiempo hubiera realizado cambio alguno en su cara, en su pose, en su espera de mujer fea de la que nadie se acuerda hasta que pasados los años parece reivindicar su lugar propio en nuestra vida.

jueves, 22 de marzo de 2007

El trabajo y los idealismos

Hace siete años empecé a trabajar en una empresa de traducciones. Entraba a las nueve y me iba a las siete, salvo cuando era temporada alta, que había que quedarse al menos una hora más (es decir, casi siempre), y por supuesto, sin recibir nada a cambio. El sistema de sueldo que se empleaba resultaba bastante curioso: el sueldo base era una miseria, un chiste, un asunto ridículo, y había que complementarlo con las "primas", cuyo sentido era tan enigmático que no me extrañaría verlas tratadas algún día en Milenio 4. Teóricamente las primas se asignaban según unos cánones de producción, que al final no servían para nada porque el jefe de la empresa las quitaba y las ponía a su gusto.

Me pasé el primer año cobrando poco más del sueldo base. Vi a gente que pasaban en la oficina la mayor parte del día. Arrastraban sus cuerpos miserables, deformados por una vida tan sedentaria y apagada, siempre de un lado para el otro con algo que hacer. Cuando llegaba, parecía que ellos ya llevaban allí varias horas, y cuando me iba, seguían muy ocupados y les quedaba para largo. Vi abusos, traiciones, fidelidades hacia el jefe rotas y otras que se establecían de repente, gente a la que se le marginaba en un despacho sin iluminación y otros que se convertían en los nuevos cabecillas. Aquella empresa era una sonora carcajada a las leyes y estatutos de los trabajadores, a los salarios dignos, al trato humanitario y a cualquier palabra de esas que suenan bien y comprometidas.

De repente, alguien cayó en desgracia y los ojos del jefe, sin yo pretenderlo, se enfocaron directamente en mí. Siempre había ofrecido buenos resultados y además no era un trabajador problemático. Mi sueldo subió espectacularmente de la noche a la mañana, se hicieron oficiales algunas responsabilidades que ya me habían hecho tomar siendo un trabajador normal, y mi margen de escaqueo se incrementó exponencialmente. Se alargaba frente a mí un feliz y brillante futuro profesional: ganar mucho dinero, no dar ni golpe y limitarme a caerle bien al jefe y a no generarle problemas.

Y es aquí cuando llega algo de lo que me voy a arrepentir toda mi vida, y que fue fruto de la inexperiencia y de conservar todavía por entonces ciertos abstractos ideales de justicia laboral e idioteces así. El problema tuvo su origen en mis compañeras de departamento, todas chicas, de modo que se pasaban el día dando por culo con las intrigas de la empresa y con su indignación hacia las injusticias del diabólico jefe. Una de ellas contactó con Comisiones Obreras. Su idea era convocar elecciones para el comité de empresa, órgano que en principio serviría para limitar todos esos abusos. Me dejé llevar por el idealismo de estar haciendo algo correcto, así que yo también formé parte de la lista que se presentó al jefe. Por otro lado, recuerdo que a los de Comisiones Obreras les preguntamos si nuestro sueldo se podría ver afectado en caso de represalia del jefe (lo cual era muy probable). Su respuesta fue: "Imposible. Aunque os quitaran las primas, podríais denunciarle y ganaríais claramente".

Se convocaron elecciones. Ganamos (la otra lista, presentada por UGT, estaba formada por todos aquellos advenedizos que querían representar al jefe y de esta manera ganar estatus). Al mes siguiente, mi sueldo perdió toda prima posible y volvía a ser esos esqueléticos, anémicos, desnutridos números del principio. Acudí rápidamente a Comisiones Obreras. Y me respondieron: "Vaya. Pues no, no se puede hacer nada mientras no te toquen el sueldo base". Ellos ya habían ganado una representación más y les daba igual todo.

Hoy, en una situación similar, no hubiera actuado para nada de esta manera. Por entonces me dejé arrastrar por la presión de la amistad y de los ideales. No estaba convencido, como lo estoy ahora, de que cualquier trabajo es una puta mierda que hipoteca parte de nuestra vida, un mecanismo perverso que obliga a estar ocupado muchas horas al día a cambio de un sueldo y de unos pocos días de vacaciones que jamás compensarán esta pérdida, y que por lo tanto sólo es valioso según lo poco que interfiera en nuestra vida privada.

Aquello me demostró que al final todo el mundo busca su propio interés y que ejercer de revolucionario sin esperar nada a cambio equivale a ser un pardillo.

martes, 13 de marzo de 2007

Mangaku Musume

Lo reconozco. Esta vez debo rendirme a Viruete. Y no por el artículo que acabo de enlazar, que me parece una puta mierda, sino por el vídeo que me ha hecho descubrir. Aquí está:



No os engañéis a vosotros mismos, seguro que volvéis a verlo varias veces más. Hay que reconocer que la canción es pegadiza, y además las chicas cantan muy bien. Pero no todo se reduce a eso. Porque este vídeo está en la fina línea que separa la vergüenza ajena del desparpajo, lo abominable de lo genial. Me gusta mucho ese terreno incierto y nebuloso.

Las Mangaku Musume, sus autoras, son uno de esos grupos de chicas que nacen en las cloacas de los institutos y que les da por lo japonés como podría darles por la costura o por la religión. A pesar de todo, creo hay algo muy auténtico en ese vídeo, aunque sólo sea esa admirable capacidad para hacer el ridículo y encima vivirlo con pasión.

Reconozco que no me gusta nada ese tipo de cultura japonesa tan superficial, tan infantil y azucarada, de hecho me da tirria que gente sin demasiada cultura más se consideren fanáticos de lo "japonés". Es sólo una moda con la que están dando mucho por culo, la verdad, y que va a hacer que los marginados de instituto puedan considerarse especiales en algo (aunque sea en hacer el gilipollas) y que ni siquiera desarrollen un poco de sentido del humor o de sarcasmo. Penosas, como ya he dicho en otros artículos, las procesiones de granos, pelo grasiento y sebo que se dan actualmente en las tiendas de tebeos o en el Fnac.

Pero sí me gusta este vídeo, aunque quizá sea sólo por el hecho de ver a esa gente sin complejos dando lo mejor de sí misma. Me hace gracia esa gorda vestida de rojo que sale casi todo el tiempo, parece muy maja y lo hace muy bien. O ver esas caras de no haberse comido una polla en toda su vida luchando por autorrealizarse. Increíble.

Las admiro, la verdad.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Más pagafantas que el pagafantas

Seguramente recordaréis este vídeo:



Alberto, su protagonista, se llevó todo tipo de improperios, muestras de indignación y odio, todo por su poca sangre. Digamos que vivió un drama humano que encima luego se expandió por toda la red. En el anterior artículo que escribí sobre el asunto, uno de los comentaristas dice lo siguiente:

"Hola, Soy Alberto. Asta hace poco, era un completo desconocido. Ahora, por culpa de un gilipollas al que creia amigo, estoy siendo el azmereir de todo Internet (...) Ahora la gente se rie de nosotros en los conciertos, gritandome maricon pringao y pagafantas los cabrones no se atreven a decirmelo a la cara y se ocultan entre el publico para reirse."

Dudo mucho que éste sea el verdadero Alberto, pero bueno, resume un poco la repercusión que el asunto ha tenido. Ha habido saña, crueldad, puñetazos bajos, linchamiento indiscriminado. Y resulta que hace poco sale la chica del vídeo hablando sobre este suceso. Y nos cuenta lo siguiente (son tres vídeos, los dos primeros de unos nueve minutos; con este último, más corto, tenéis más que bastante):



La chica aparece en un plan muy distinto al del vídeo original. Sale con gorra, supongo que para darse a sí misma cierto aire de trascendencia o seriedad, con carantoñas también de seriedad y con un tono de voz igualmente de seriedad. Ahí acaba todo, no dice más que estupideces inconexas, sin ningún tipo de coherencia, con un discurso muy plano y aburrido que hace dudar de su número de cromosomas.

Sin embargo, lo más curioso de todo, lo que me llama la atención, es el efecto que los vídeos de este tocho ha tenido en los blogs que durante estos meses se han dedicado a apalear a Alberto y a tratar de dejarlo en ridículo. Por ejemplo, observemos lo que dice este blog de mierda:

"Está claro que el fenómeno del ‘pagafantas’ es ya imparable, pero al menos para nosotros después de estos vídeos tiene poco sentido seguir con el tema. En ellos vemos a una muchacha seria, algo nerviosa, que habla con el corazón y dice las cosas como son. Nosotros sólo habíamos pensado en Alberto aka pagafantas, ella era algo secundario y desde aquí queremos pedirla perdón por la parte de culpa que nuestro blog ha tenido en toda esta historia."

Casi todos los demás blogs han seguido esta absurda tendencia que no demuestra más que el hecho de que sus autores son más pagafantas que el propio Alberto, calzonazos, peleles, gañanes, ridículos, subnormales hasta la náusea. Me parece más lamentable este último párrafo que el propio vídeo de esa simulación de ser humano.

Felicidades, Alberto, estás muy por encima de ellos y ahora podrás con toda justicia reírte en su cara.

jueves, 1 de marzo de 2007

El hablador

Hemos quedado en el bar de José Rodríguez, el guapo. Mi amigo Severí viene con su último ligue, una chica de 26 años divorciada, con dos hijas y cocainómana. El día anterior me enseñó una foto de ella desnuda. Cuando llegan y se sientan a la mesa, casi todos hemos visto ya la foto.
Los otros son Dani, un tipo al que hace mucho tiempo que no veo, y Ricard, su vecino. José Rodríguez se sienta con nosotros de vez en cuando, como es su costumbre, pero se va al poco rato porque tiene que repartirse entre sus admiradores para enseñar las abdominales a la menor ocasión. La amiga de Severí casi no habla, sólo está pendiente del móvil. La llaman, sale, vuelve a la mesa, la vuelven a llamar, sale, y así toda la noche. Y por otro lado, no conozco demasiado a Ricard, el vecino de Dani. Es un tipo bajito con la cara cuadrada. Empieza a abrir la boca y entonces no vuelve a cerrarla.
Ricard cuenta pocas anécdotas, quizá dos o tres y todas relacionadas con peleas, borracheras y putas. Pero no deja de hablar, porque el truco que utiliza es muy sencillo: repetir las mismas historias una y otra vez, en un bucle infinito. Si alguien trata de participar o decir algo diferente, eleva el tono de voz para imponer sus batallas.
Intento hablar con Dani. Lo conozco desde que teníamos quince años, pero entonces no me caía muy bien. Empecé a cambiar mi opinión sobre él hace un par de años. Ocurrió en su casa, en Cercadepins, una periferia próxima a mi pueblo. Era la noche de San Juan y había mucha gente cenando. Por entonces, Dani tenía una novia posesiva, fea, malintencionada, suspicaz. Era auxiliar de veterinaria, y a alguien se le escapó que hacía una colección con los genitales de los perros que capaba. No pude evitar preguntarle sobre el asunto y quizá pensó que me reía de ella. Más avanzada la noche, me dio por decir en un momento dado:
-A mí me gusta que mi novia me escupa en la mano y después tragármelo.
Ella saltó como un resorte.
-Me parece una falta de respeto increíble para tu novia que cuentes eso.
A partir de entonces, aquella chica dejó de saludarme en las cenas, reuniones o fiestas. Si me veía rondar por ahí, se ponía a hablar con sus amigas mientras me miraban y se reían por lo bajo. Me gustó de Dani que siempre me trató igual de bien y sin tener en cuenta las opiniones de su novia. No todo el mundo posee la capacidad de no ser un pelele.
Ahora hace unos meses que lo han dejado. Hablamos un rato mientras el bueno de Ricard sigue jodiendo con sus historietas. A Dani lo he considerado siempre un ligón. Me sorprende mucho lo que me cuenta sin el menor atisbo de victimismo o falsa modestia:
-Quiero conocer a chicas ahora que lo he dejado con mi novia, pero no soy capaz, no tengo el empuje porque nunca me he visto atractivo ni interesante. Estoy yendo a una psicóloga.
Mi amigo Severí se va a llevar a su ligue a su casa. Y a mí Ricard y sus anécdotas me han provocado dolor de cabeza, así que voy hacia la barra, donde ya no está José Rodríguez, y me sirvo un cubata bien cargado. Me lo bebo y me sirvo otro en el mismo vaso, que me acabo igualmente. Después lo disimulo entre los otros vasos sucios. Vuelvo a la mesa. Me cuesta comprender que la novia de Ricard sea Mercedes, una chica de sutil, refinada belleza que sirve copas en el Irlándes, y que parece flotar en una atmósfera distinta a la de las otras camareras que trabajan con ella.
-¿Dónde has estado, Glasshead? -me pregunta José Rodríguez.
-Me han llamado al móvil.
Ricard sigue hablando, ahora con la nueva novia de José Rodríguez, una tipa con una cara extraña de muñeca que además se hace la interesante llevando una gorra absurda. Le explica la misma anécdota que lleva horas contándonos a nosotros. Mi paciencia está llegando a su fin. Mi amigo Severí regresa. Me cuenta que su amiga le ha comido el rabo un poco en el coche. Nos vamos al Irlandés.
-¿Cómo ha ido? -me pregunta Severí.
-No soporto a ese gilipollas que no para de hablar.
-Ah, pues a mi amiga le ha caído muy bien. Dice que es muy divertido.

domingo, 25 de febrero de 2007

Las chicas de los blogs

Entre los blogs han surgido tanto textos y estilos novedosos como insufribles diarios personales; tanto expertos en cualquier asunto que ofrecen sus conocimientos de una manera directa y apasionada, como pelmazos que son todo pose y pedantería. Un mundo diverso, en constante evolución, abrumador, en el que sin embargo también se ha ido desarrollando una relación particular, concretamente entre el autor y las personas que le escriben comentarios.

Los comentarios, que suelen ser señal de que el blog despierta cierto interés, parten, sin embargo, de una realidad muy distinta que poco tiene que ver normalmente con que alguien comente movido por el interés por lo que se escribe. Es decir, es necesario dedicar tiempo a comentar en otros blogs más o menos afines al espíritu del propio, de tal modo que por pura cortesía los demás también comenten en el nuestro. Estas relaciones se alargan en el tiempo y se acaban formando una serie de habituales que comentan más o menos siempre porque nosotros también lo hacemos. Quizá hay algo de servilismo en todo esto, de adulación mutua, aunque muchas veces sí existe un auténtico interés por lo que se dice, una equivalencia de sensibilidades que favorece esta clase de cordialidad.

Estos lazos servilistas y corteses se disparan en el caso de las chicas que tienen blogs. No les costará conseguir toda una camarilla de admiradores alabando sus excelencias, aunque no exista ningún tipo de calidad u originalidad. Esta clase de chicas responderán pagadas de sí mismas, como una princesa entre el vulgo, conscientes de la admiración y baba reinante, con una especie de ridícula autoimportancia. Muchas veces parece que lo central no es el texto en sí, que por otro lado suele ser, en el mejor de los casos, una basura de la peor calaña, una inmundicia sin ningún tipo de perdón, sino simplemente escuchar comentarios elogiosos e indisimuladamente peloteros. No hay un interés real por lo que se escribe, de hecho es lo de menos. Ellas alimentan su buen nivel de lectores comentando, asimismo, en otros blogs en los que reciben la misma clase de trato zalamero.

Si la chica es guapa y lo demuestra con fotos, o escribe con cierto estilo, lo tiene todo para convertirse en una reina bloguera. Cualquier mínimo atisbo de belleza o inteligencia es exagerado hasta niveles absurdos por una cuestión tan trivial como el sexo y la atracción en el fondo puramente genital que despierta. Hay casos realmente estrafalarios, como el insustancial blog El rincón de Montse Akane: no dice nada relevante, ni siquiera escribe bien y muchas veces se limita a enseñar sus dibujos, sin avergonzarle lo más mínimo que sean por lo general engendros sin ningún tipo de justificación. Sin embargo, es la novia de Viruete, razón más que suficiente para que cada post reciba un buen número de apasionantes comentarios sobre lo bien que le ha quedado dibujado un fémur o unos gorilas del zoo.

Obviamente, estas relaciones de cortesías mutuas tienen sus contraprestaciones, que acaban derivando en hechos que demuestran claramente que lo importante no es lo que escriben, sino que se les diga lo bien que lo hacen. Si no se les comenta porque sinceramente no hay nada que aportar, si se descuida la tarea de responder a sus agudos comentarios o si se les hace cierta mínima crítica hacia alguno de sus textos, borrarán sin temblarles el pulso los enlaces que tan alegremente pusieron el día que se les dijo que eran las nuevas Virginias Woolf de los blogs. La insobornable fascinación que les despertaban nuestros textos, su más ferviente admiración, sus más adornados cumplidos, van todos a parar al botón de eliminar enlace en cuanto dejamos de decirles lo geniales que son escribiendo.

Si queréis, haced la prueba. En la mayoría de los casos, el interés genuino por algún blog en concreto quedará sepultado a las primeras de cambio por el juego hipócrita, servilista, adulador, complaciente, de palmadita en la espalda que campa a sus anchas de manera tan patética por la blogosfera.

lunes, 19 de febrero de 2007

Un carnaval guay

El sábado por la noche voy al Irlandés, y allí me encuentro con mi amigo Javier. Sin embargo, en mi pueblo los días de fiesta la gente no quiere ir al Irlandés, sino al Terraneu, nombre de un pabellón deportivo en el que se suele organizar una especie de discoteca. Enseguida Javier me propone ir allí.
-No sé, creo que me acabo éste y me voy a casa.
Pero insiste, y acepto. Me giro y lo veo hablando con una manzana verde gigante con gafas.

Panorama del Irlandés. En primer plano, un despistado

Caminamos hacia el Terraneu. En principio, a esas horas ya no hay que pagar. Y en este punto es donde tengo que hablar de Bob. Su hermano se llama George. Sus padres no son de Estados Unidos ni Inglaterra, sino campesinos de Málaga, así que el por qué de esos nombres es algo que sólo se podría entender leyendo los posos de café.
A Bob lo tengo visto del gimnasio. Es un tipo alto y ancho, lleno de músculos y con una extraña cara de cafre al puro estilo Poli Díaz. En el gimnasio, entre otras cosas, habla a gritos sobre los polvos que le ha metido a su novia ese fin de semana, se quita la camiseta y hace los ejercicios impregnando de sudor todas las máquinas, y se queja al encargado sobre todo lo que no está bien en la sala y cómo lo arreglaría él. Frecuentemente habla de peleas y de situaciones donde debe imponerse "el que tenga más huevos". Cómo no, ha trabajado como encargado de seguridad del Irlandés. Recuerdo que hace unos años fui allí con una chica a la que él conocía.
-¿Quién es ése? -le preguntó a ella. ¿Tu novio? Pues la debe de tener muy grande.
Sospecho que no le caigo muy bien, por toda una serie de motivos que sería prolijo explicar. Cuando Javier y yo llegamos al Terraneu, resulta que Bob está en la puerta trabajando como encargado de seguridad y controlando quién entra y quién no. Javier lo conoce, así que se le acerca.
-¿Podemos pasar, Bob?
Bob me contempla unos segundos.
-Tú sí -le dice a Javier. Pero tu amigo tiene que pagar.

Bob viene a ser algo así. Su hermano, también.

Me mira con su cara de miserable gusano intentando expresar superioridad. Lo comprendo, porque probablemente en ninguna otra ocasión en la vida va a poder demostrar cierta autoridad sobre mí, por ridícula que sea. Yo estoy cansado y no me apetece meterme allí, y menos pagando.
-Me voy.
Pero Javier se empeña en invitarme. Acepto, porque a fin de cuentas antes le he invitado a una copa. Cuando le doy la entrada a Bob, miro hacia adelante con todo el desprecio del que soy posible, para expresar de la mejor manera lo insignificante que me parece su existencia, como si le estuviera entregando ese billete a un cagarro con brazos.
Una vez dentro, lo de siempre. Una sala con mucho ruido, con mucho frío, con mucha gente. Copas muy cortas de alcohol, igual de caras que en los otros sitios y encima en vasos reciclables de plástico. Intentar que te sirvan en la barra es una proeza. Los camareros sólo sirven a chicas, las camareras sólo a sus amigos y en general hay que apostarse como mendigos suplicando por su ración de pan. Veinte minutos después tenemos al final dos copas, por llamarlas de algún modo. El primer sorbo no deja lugar a la duda: es garrafón de la más vil estirpe.
A pesar de todo, el Terraneu se llena siempre, todo el mundo quiere ir. La gente parece feliz allí disfrazada, temblando bajo sus ligeros disfraces, sin poder hablar por el ruido. Hasta José Rodríguez el guapo, disfrazado de payaso -que por cierto le queda muy apropiado-, se acerca y me saluda.

Un escarmentado de los carnavales de mi pueblo. Ni se acuerda del último fin de semana que salió.

Javier encuentra a un grupo de gente que conoce. Hay algunas chicas. Una de ellas me pregunta:
-¿Qué te parece la música que ponen?
-Una puta mierda.
Ya no vuelve a hablar conmigo. Debe de ser que tengo dos caras. Me aburro y le digo a mi amigo que me voy. Cuando estoy fuera, lanzo la "copa" al suelo, sorteo como puedo a los borrachos y llego a casa. Entro a mi habitación, saco una botella de vino y el abridor, me tumbo un rato y me quedo dormido.