jueves, 19 de julio de 2007

Todos estamos solos

Laura camina junto a su amiga Rebeca, ella rubia, estilizada, con unas gafas de sol perfectamente acopladas entre su larga y sedosa melena, y la otra bajita, algo rellena y con el pelo rizado, asintiendo ante lo que le dice. Sin duda, hay algo inquietante en las tiendas de ropa de barrio, son carcomidas y apolilladas, como si se hubieran quedado detenidas a finales de los setenta, y mientras Laura efectúa un completo examen de todos estos detalles que la horrorizan, las dos suben por una pequeña rampa en la misma esquina donde un toldo protege una fachada en obras. Entonces alguien, ahí arriba, hace un vertido de escombros, y casi imperceptiblemente una piedra descuidada y triangular cae por el borde del tubo y golpea con fuerza en la cabeza de Laura. La chica se desploma inmediatamente en el suelo, y a Rebeca le sorprende no tanto el charco de sangre que se va expandiendo, como esa extraña y absurda sonrisa que se dibuja en la cara de Laura, con los ojos bien abiertos, mientras sus piernas hacen un ademán de querer seguir caminando en el aire.

Manuel está sentado en una silla acolchada de la habitación del hospital, con la cara entre las manos acariciándose la barba que hace dos días que no se afeita, y haciendo esfuerzos por controlar el abrumador cansancio que le ha calado en los huesos. Desde el accidente apenas ha dado un par de cabezadas, pero la preocupación y el desconcierto le impiden tomarse las cosas con calma, al menos hasta que haya algo seguro. Se levanta y se asoma a la ventana, donde el sol empieza a esconderse en el declive de la tarde. Le apetece salir y comprar una bebida en la cafetería, pero se siente incapaz de dejar sola a Laura, perdida en su sueño, porque le domina la extraña idea de que en cuanto él marche la perderá para siempre. Las palabras del doctor en su última visita le han puesto nervioso, no se ha detectado nada anómalo en el escáner, aunque podría haber complicaciones. Tan sólo es cuestión de esperar, y a cada pequeño golpe de respiración su corazón se acelera, va corriendo a postrarse ante esa chica, rubia y delicada, con la cabeza vendada, y desea que todo salga adelante. En los jardines del hospital un anciano con tacatá camina poco a poco, y Manuel se entretiene en su piel arrugada, en sus brazos llenos de manchas y en las suposiciones sobre cuánto le quedará de vida, hasta tal punto que sólo pasado un rato escucha ese murmullo a sus espaldas, etéreo, incoherente. Se gira, se agacha y comprueba que, al fin, su chica ha abierto los ojos.
-¿Quién eres?
-Cariño.
Le toma las manos y le invade un amor profundo, sincero, que le emborrona los ojos de lágrimas y le hace olvidar cualquier posibilidad de daños funcionales que ha escuchado en las interminables horas ya pasadas.

Un año después, el calor del verano aprieta y Laura se apresura a entrar en la horchatería de la calle Aribau, donde le envuelve una nube fresca de aire acondicionado. Absorbe el aroma de los helados de chocolate y de vainilla, hasta que en la mesa del fondo su amiga Rebeca sonríe y levanta la mano. Se sienta frente a ella. Rebeca fuma un cigarrillo. Le pregunta:
-¿Cómo estás?
Laura deja su bolso a un lado y suspira. Pide un batido de chocolate.
-Estoy muy mal. No sé nada de él desde hace dos días.
-Quizá ya te va bien así.
-Lo estoy pasando fatal.
-No es algo que te venga de nuevo.
Rebeca aplasta su cigarro contra el cenicero. Saca otro de la cajetilla y lo enciende.
-Lo sé. Pero es que Juan Luis no es una persona normal -dice Laura.
-Ya conoces mi opinión sobre él.
-Lo peor de todo es que le ha podido pasar cualquier cosa. Estoy preocupada.
-Claro. Como la última vez.
Laura empieza a preguntarse si ha sido buena idea quedar con Rebeca.
-No es lo mismo. Ahora nos iba muy bien.
-Aquella vez estuvo perdido dos días con otra chica.
-Es normal que pienses así. Pero es que yo lo conozco de verdad. Deberías pasar por una relación para saber a qué me refiero.
Se arrepiente de haber dicho esto en cuanto termina la frase. Su amiga se limita a cruzar las piernas, apoya su cara en una mano y da una larga calada al pitillo.
-Es cierto -dice Rebeca-, yo siempre he estado sola y no tengo ni idea. Y aun así preferiría seguir estándolo a tener algo que ver con ese tipo.
-No me entiendes.
Rebeca exhala un largo chorro de humo y luego mira a su amiga, que está retorciendo el envoltorio de plástico del paquete de tabaco.
-Por cierto, ¿sabes algo de Manuel?
-¿Manuel? No.
Laura agacha la cabeza unos segundos y luego la alza, se retira el cabello de la cara y contempla fijamente a su amiga. Rebeca observa que sus dos ojos, enormes y azules, se han humedecido y parecen a punto de estallar en lágrimas.
-Es que lo amo. ¿Comprendes? Necesito a Juan Luis. Le quiero.

Palpa con la mano el interruptor y enciende la luz pensando que Mercedes saldrá corriendo en cuanto vea el estado de su piso. Pero al contrario, ella sonríe y entonces Manuel se siente más cómodo.
-Lo tienes todo muy desordenado.
-Sí. Perdona.
La chica se adelanta y se agacha para recoger unos pantalones tejanos tirados frente al televisor. Los deja en un sofá. Contempla la mesa, los ceniceros desbordados de colillas y las latas de cerveza vacías, y después se acerca al mueble. Empieza a inspeccionar con curiosidad los marcos sin fotografías dentro. Los coge y les da varias vueltas, para luego dejarlos de nuevo donde estaban y encoger los hombros.
-Te voy a preparar una copa -dice Manuel.
Entra en la cocina y limpia un vaso largo del fregadero. Después busca la botella de vodka, hasta que la encuentra junto a la basura, pero todavía llena por la mitad. Carga el vaso y le añade limonada y cubitos. Sin que se dé cuenta, Mercedes le abraza desde detrás. Manuel se gira con la copa en una mano. Ella la toma y bebe un sorbo.
-Está muy bueno.
Y entonces deja la copa en el mármol y le da un beso pausado, íntimo, minucioso, hasta que se separan y Mercedes le acaricia la mejilla.
-Lo haces muy bien.
-Gracias.
Ella se acerca para darle otro beso, y Manuel lo recibe porque quiere disfrutarlo. Sin embargo, no deja de ser consciente de que cuando sus labios se unan, cuando llegue la dulzura y el deseo, no serán los labios de Mercedes los que le estén besando, sino otros muy distintos y lejanos, que reclamarán su presencia desde un rincón profundo de su espíritu, y que emergerán con calor vivo mientras mantenga los ojos cerrados.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Realmente precioso.

Un besito.