martes, 22 de mayo de 2007

Detroit

Con la mirada fija, sentado en el sofá y una copa de vino en la mano, sólo le hace falta un pequeño punto más de embeleso para convertirse en algo así como un prototipo espiritual, una dosis más de admiración que le complemente como un sombrero, a modo de plácida aureola que todos pueden sentir si se esfuerzan un poco en ser sagaces. La escucha hablar y se siente tan entregado que piensa en aviones volando armónicamente por encima de las nubes, libres, veloces, y aunque es consciente de que ahora el alcohol exagera un poco sus emociones, ya desde comienzos de la noche, cuando la ha visto con esa elegante y ligera chaqueta azul, con esos vaqueros claros y ajustados sinuosamente a sus piernas, y el cabello largo, liso, caoba, tan arreglado y tan perfecto y tan a juego con sus ojos verdes que brillan como calderas, ha recordado esas fantasías que tiene desde pequeño, que le hablan de un amor ideal, transparente, feliz.

Ella se agita, nerviosa, desde su parte del sofá, y le transmite una ingenuidad tan encantadora que intenta no hacer demasiado caso de sus palabras. Se enfada un poco porque nadie está de acuerdo. Y él sólo espera la próxima vez que se le acerque más para sentir el calor emocionante de su piel.

-Me da igual lo que penséis de mí. Mis objetivos en la vida están por encima del amor.

Un tipo sentado en una silla le dice, con una sonrisa sarcástica que mantiene desde hace varios minutos:

-¿Me estás diciendo que podrías controlar enamorarte de alguien?
-Sí.
-¿Seguro?
-Bueno... puede surgir. Pero no haría que cambiase nada de lo que tengo planeado. No llegaría al punto en que me condicionara.

La chica guapa y maquillada sentada a la izquierda cruza las piernas dentro de su falda, coge un cigarrillo de un paquete de la mesa y mientras lo enciende, la mira y le pregunta.

-¿Cuáles son tus planes?
-Quiero vivir una temporada fuera. Quiero irme a Detroit. A trabajar como relaciones públicas.
-¿Y si a tu pareja no le importara irse contigo?
-Es imposible que no le importase. Dejaría muchas cosas por mí y no sería feliz. Yo no haría eso por él.

Más vino, más palabras, y ella continúa nerviosa y levantándose un poco del sofá para luego volver a sentarse, mesarse el cabello y hablar moviendo los brazos. Entonces el chico alto de la perilla, que no deja de fumar pero que de vez en cuando hace alguna pregunta aguda que aporta muchas cosas nuevas, dice, con su suave, inofensiva voz:

-¿Os gusta alguien ahora?
-No. A mí no. Ahora no quiero nada de eso.

Ella niega con la cabeza ostensiblemente y se echa hacia atrás en el sofá.

-¿Y a ti?

Abre los ojos como si hubiera estado en otro sitio hasta ese momento, enrojece, deja pasar unos segundos, toma un pequeño trago de vino y entonces dice con un tono sincero y convencido:

-Pues a mí sí.

Lentamente, la luz del día empieza a filtrarse por el ventanal de la sala. Nadie está cansado, hay todavía muchas cosas que discutir, pero ninguna cajetilla de tabaco tiene ya cigarros y una incomodidad elástica y ansiosa se transmite en el aire. Hasta que él le pone una mano en la rodilla, se incorpora y dice:

-Voy a comprar tabaco. ¿Quién me acompaña?

Y ella dice lo que estaba soñando escuchar en ese mismo momento.

-¡Yo voy contigo!

Afuera llueve. Pero los charcos de la acera son alegres y amigables. Ella le ha cogido del brazo y caminan los dos muy juntos bajo el paraguas. Puede oler fácilmente el aroma limpio de su cabello, lo hace una y otra vez sin que ella se dé cuenta, suben la calle poco a poco y a él le gustaría que no terminasen de recorrerla nunca.

-¿Crees que soy una persona interesante?
-Mucho -le dice ella. Pero eso ya te lo habrán dicho muchas chicas.
-¿Por qué lo crees?
-No sé... Me pareces muy atractivo... eres inteligente y culto.

Entran en un bar. Compran una cantidad exagerada de paquetes de tabaco. Después salen y antes de doblar la esquina, su cuello está tan moreno, tan cerca, que agacha la cabeza y lo besa con ternura. Sus ojos se encuentran. Ella lo mira insegura, desconcertada por unos instantes.

-¿Por qué has hecho eso?
-No lo he podido evitar.

Caminan sin decir nada. Pero no se separan.

-¿Ha sido un beso de amistad?
-No.

A la altura de un parque con el suelo de tierra húmedo, la besa de nuevo, esta vez en la sien, pero con la misma delicadeza. Le da la impresión de que la sangre le circula a golpes de velocidad que le dejan momentáneamente en blanco.

-¿Qué esperas de mí? ¿Quieres liarte conmigo?
-No sólo eso. Me gustas mucho.
-¿No te da miedo lo que he explicado de mí?
-¿Por qué?
-Ya sabes cuáles son mis planes.
-No me importa.
-¿Me acompañarías a Detroit?
-¿Por qué no?
-Podría funcionar mal.
-Aún falta mucho para eso.
-No me beses más, por favor.
-¿No te gusto?
-Sabes que no es eso. Pero no quiero que nada cambie.
-No tiene por qué cambiar nada. No tengo prisa.
-Quiero que nos conozcamos más y decidir poco a poco.
-Bien.

Suben al piso y siguen bebiendo, fumando y charlando con sus amigos durante varias horas más. A la hora de despedirse, le deja un CD de música brasileña porque ella ha dicho que le encanta, y aprovecha para darle un beso más, esta vez dentro de los cauces normales de la amistad más bienintencionada, y no obstante lo disfruta de la misma manera.

El resto del día procura no dejarse llevar por esa fuerza que brota sin orden, desde una parte profunda de su alma, y que le empuja a formular fantasías locas, a imaginar felicidades hipotéticas, a tumbarse en la cama sin hacer nada y recrearse en la sensación cálida y placentera que su vientre le proporciona en gloriosas ráfagas. Durante la semana se centra en la rutina y trata de controlar sus pensamientos, pero cada vez que suena el móvil el corazón le late rápido y le falta el aire, hasta que comprueba que no es ella. Seis días después, aún no sabe si le gustó el disco.

Se ha esforzado en que no sea de ese modo, pero al llegar a casa de su amigo debe reconocerse a sí mismo que quiere saber definitivamente si también estará ella. Llama al interfono, su amigo le abre y mientras sube las escaleras intenta escuchar su voz o, al menos, alguna pequeña pista de que anda por ahí. Cruza la puerta, recorre el pasillo hasta la habitación y su amigo está solo, sentado en el suelo y bebiendo una botella de vino.

-¡Ey!
-Buenas.

Le sirve una copa, se sienta en un cojín y la bebe sin hablar de lo que realmente desea, sin preguntar sobre lo que quiere saber. La luz de la habitación se le hace apagada, ajena a su presencia. No quiere darse cuenta, pero un vacío desolador le recorre las entrañas y piensa que la vida es un bosque de piedra solitario, laberíntico, silencioso y estéril. Únicamente escapa de esta sensación contundente cuando su amigo le dice que antes ha hablado con ella.

-Es verdad. ¿Por qué no ha venido?
-Estaba un poco cansada. Y tenía algunas cosas que hacer. Estudiar, creo.
-¿Estudiar?

Su amigo se levanta y hace clic en un archivo mp3. Los Smiths y sus guitarras otoñales abrigan la voz de Morrissey, el cual parece cantar sin ganas una frase que, sin embargo, suena extrañamente intensa y viva: y si un autobús doble choca contra nosotros, morir a tu lado sería una maravillosa manera de morir.

-Bueno, sí. Ya sabes que es una chica muy responsable.

martes, 8 de mayo de 2007

Mar

Martina, Mar para los amigos, es una chica muy guapa y dulce y agradable que acabó hace poco la carrera de traducción e interpretación y que ahora estudia un módulo de lenguaje de sordos. Ya casi es verano y se acaban las clases, y Mar se siente muy bien junto a su nuevo novio, una mole de casi dos metros que la lleva a discotecas y a Burger Kings y especialmente a Pastafiores, porque a ella le encanta la pizza. Se sientan en una mesa, piden, su novio le cuenta algo de la construcción en la que trabaja, y Mar, mientras tanto, piensa en que ese fin de semana le gustaría mucho ir al cumpleaños de su mejor amiga, Vanesa, en una sala de salsa y merengue.

(Pero le ha prometido a su novio que irá a verle a ese partido de fútbol tan importante para su equipo.)

Al día siguiente, Mar sale de su trabajo de teleoperadora, toma el metro y llega a casa. Su madre ya está preparando la comida y le pide que la ayude a poner la mesa. Después se sientan todos con el televisor encendido y nadie dice nada mientras engullen unos macarrones con foie-gras. A las cuatro, Mar sube al metro otra vez y va hacia el instituto donde estudia el módulo. Por el camino ve a una pareja y entonces se acuerda de un novio que tuvo hace un par de años. Un chico guapo y musculado y algo mayor que ella. Empezó a estudiar en ese instituto cuando todavía estaba con él. Le vienen a la mente los paseos por las Ramblas cogidos de la mano. Pero también recuerda muchas otras cosas.

Sus amigos siempre le decían que era un tipo muy extraño. Cuando iban a discotecas y se ponían todos en corrillo a bailar, él iba directo hacia la barra y tomaba un cubata tras otro porque no sabía divertirse de otra manera. A Mar también le agobiaba mucho su manía de pasarse varias horas visitando librerías y gastándose un dineral. Un día quiso regalarle un libro.

-A mí leer no me gusta -le dijo ella con total sinceridad.

Estuvieron juntos varios meses porque al fin y al cabo él la trataba muy bien. La invitaba a cenar a sitios caros y le pagaba los Smirnoff con Red-bull y era muy cariñoso, aunque no se relacionara demasiado con sus amigos. Y además siempre sabía darle una solución a sus problemas, encontraba el camino más lógico y correcto y por ese motivo le encantaba recibir su apoyo. Pero al pensar en esto, no puede evitar sentir una pequeña incomodidad, un vago resquicio de lo mismo que experimentaba aquellas noches que él se abrazaba a ella y le explicaba lo que le pasaba por dentro y ella quería dormir y se sentía fuera de lugar. A veces él se mostraba perdido y a Mar no le resultaba atractivo su desamparo. Prefería verlo con sus camisetas ajustadas, apoyado en la columna de una discoteca mientras esperaba a que ella saliese del lavabo, con un aspecto de chulo que hacía que el pulso le temblara y el corazón le enloqueciera.

Piensa en todo lo que llevó la relación a su fin. Por ejemplo, aquella vez que él la invitó a cenar a un sitio muy lujoso y con unos platos demasiado raros y un camarero que constantemente rellenaba la copa de vino. Mar nunca había visto esa cantidad en la cuenta de un restaurante, pero él puso la tarjeta sobre el plato con una amplia sonrisa y después le pasó el brazo por los hombros y salieron de allí envueltos por el tibio aire de primavera. Una semana después la invitó a un sitio mucho más modesto, donde pidieron una ensalada en la cual los trocitos de queso llevaban todavía enganchado el código de barras. Al salir, le preguntó si le había gustado. Y ella respondió sin pensar:

-Bueno, no está mal. Al menos es mejor que el del otro día.

Se enfadó mucho y ella no comprendía por qué, hasta el punto de que Mar quiso ir al metro y volver a casa, pero él le pidió que no se fuera y la abrazó de nuevo y todo se calmó. Sin embargo, fue el primero de una serie de sucesos similares, por ejemplo aquel que desencadenó la ruptura, cuando ella tenía clases por la tarde y le pidió que la acompañara al instituto. Fueron muy abrazados hasta allí pero, unos diez metros antes de llegar, Mar le dijo:

-Bueno, no me acompañes hasta la puerta. Sólo hasta aquí.

Y otra vez se encontró con ese comportamiento extraño. Su antiguo novio no la entendía cuando ella le explicó que si iba hasta allí con él, no podría hablar con sus amigos, y si hablaba con sus amigos, no podría hablar con él, y entonces se agobiaría y se sentiría mal. Lejos de ponerse en su lugar, él se dio media vuelta y se marchó y fue la última vez que se vieron como pareja. Aún recuerda lo que le decían sus amigos aquel mismo fin de semana:

-Tienes que dejarlo. Es un tío raro.
-Está loco.
-Es lo mejor para los dos. No te conviene.

El lunes siguiente quedaron para tomar algo y hablar de su situación.

-Tenemos que dejarlo.
-Mar, todavía te quiero...
-Es lo mejor para los dos. No... nos conviene.

Y Mar rememora todo eso, que ocurrió hace ya casi dos años, mientras alcanza el final de las Ramblas y tuerce la calle que le lleva a su instituto. Antes de llegar, piensa en un detalle que se queda agazapado en su cabeza mientras duran las clases. Al salir, busca en el móvil el número de su antiguo novio, que hace mucho tiempo que no utiliza. Duda un rato, se decide y después de unos minutos le manda este mensaje:

"Hola! K tal? Knto tiempo! Yo muy bien, casi de vacaciones. Oye, 1 cosa. Se k aveces te ves con Jaime. Podrias darle el libro k t deje y las dos pelis? Bsitos!"

Llega a casa y su madre le dice que la ha llamado Vanesa:

-¡Hola Vane!
-¿Qué tal, Mar? Oye, te vienes a mi cumpleaños, ¿no? Acuérdate de que es el sábado por la noche.
-Es que...
-¡Venga! Si estará genial. La sala de salsa está de vicio.
-¡Vale!

Mar cuelga, se sienta en la mesa junto a su familia, corta un pedazo de hamburguesa y se lo come mientras se concentra en la teleserie de los jueves.

martes, 1 de mayo de 2007

Consuelo

Consuelo vive en la calle de la Generalitat, justo en esa parte en la que suele pasearse un perrito blanco y lanudo que lleva meses cojeando, feliz, campechano a pesar de que su pata se quiebra hacia un lado cada vez que la apoya y le hace ir tambaleándose hacia delante. Seguramente, ahora Consuelo estará arriba jugando a la Playstation 2, cenará a las nueve, verá una película y a las once ya se habrá metido en la cama. Su cuarto está al final de un largo pasillo sin puertas y sólo tiene una cama de matrimonio rodeada por paredes blancas y un pequeño televisor a los pies, sobre un taburete.

Ahora tiene treinta años. Hace quince, cuando aún vivía con sus padres, se le empezó a llenar la piel de morados, se mareaba y no paraba de vomitar. Le detectaron leucemia, le hicieron un transplante de médula espinal y estuvo ingresada en el hospital durante un año y medio. Dormía en una sala con otros dos jóvenes que sufrían la misma enfermedad, y que acabaron muriendo a los pocos meses. También vio cómo morían los nuevos compañeros que los sustituyeron. Ahora sólo tiene que hacerse análisis cada tres meses, seguir una medicación estricta y cuidar su salud. Da igual que le insistas, no importa que repitas que sólo es una noche o que se trata de un día señalado: jamás beberá más de una copa.

Su aspecto físico parece hablar sobre lo que le ocurrió en la adolescencia. Es muy pequeña, con las manos minúsculas, casi infantiles, como si su metabolismo se hubiera detenido en pleno desarrollo. Y su cara podría resultar atractiva si no fuera porque sus labios son dos líneas muy finas, imperceptibles. La ropa que viste, demasiado inocente, demasiado contenida, no sirve para que en general emita destellos de sensualidad o de apetencia. Ella le echa la culpa a sus padres, sobreprotectores, pero lo cierto es que no evita hablar del sexo con un deliverado desprecio, con un orgullo de asco declarado y divulgado a quien le pregunta. Perdió la virginidad a los veintiocho años porque hasta entonces "no sentía la necesidad". Todo eso lo contará con su voz débil, aniñada, dulce, que por su tono parece autojustificarse en cada palabra y pedir disculpas por hacerse escuchar o por el mero hecho de existir.

Con su primer novio estuvo diez años. Entre otras cosas, la hizo bajarse del coche en el área de descanso de una autopista y se fue, rompió el armario de un hotel porque ella no quiso acceder a sus deseos carnales y desaparecía largas temporadas en las que se sometía a un tratamiento intensivo de cocaína y alcohol. Cuando decidió dejarlo, la familia del novio estuvo persiguiéndola por las calles varios meses, insultándola, recriminándole el sufrimiento amoroso de su hijo. Otro de sus novios le pedía dinero y nunca se lo devolvía. Y en cuanto al último, dejó de llamarla después de cinco meses de relación cuando un día se empeñó en comer en una hamburguesería y a ella no le apeteció. Es fácil saber cuándo Consuelo tiene novio, porque entonces deja de salir y se limita a pasar las noches con su pareja viendo las películas de Antena 3.

A la mayoría de ellos los ha encontrado por Internet. Tampoco exige demasiado. Muchas veces explica que si tuviera la oportunidad de elegir, preferiría no haber nacido. Se considera una tarada, y no sólo por su enfermedad, sino también porque carece de ramificaciones nerviosas en el aparato olfativo y es incapaz de percibir ningún olor. Cambia de ropa varias veces al día porque le aterroriza oler mal, y su cocina es eléctrica, ya que no podría detectar un escape de gas. Le avergüenza reconocer su carencia cuando alguien que no conoce demasiado insiste en lo bien que huele un plato de comida o en lo mucho que apesta una parte de la calle. Considera que sus incapacidades son suficientes para ahuyentar a cualquier persona normal. Ante cada nueva pareja es un reto tratar de descubrir en qué momento saltará la extravagancia, la rareza, la franca exhibición de su estatus de inadaptado.

Está contenta porque ha quedado tres veces con otro chico de Internet, pero le inquieta que no se quiera tomar ya las cosas en serio o aún no viva con ella. Le encantaría tener a un compañero mientras navega por diferentes chats, se compra juegos y accesorios para la consola, come una bolsa de Cheetos o ve la televisión. Así que ahora, en su vida, los días pasan expectantes, ilusionados, cargados de incomprensibles y estimulantes sucesos que están al caer. Junto a su portería pasa ahora ese perro de la pata quebrada, se come un hueso de pollo del suelo y se estira plácidamente en la parte de la acera donde todavía cae el sol. Su dueño ya ha pedido hora al día siguiente al veterinario para sacrificarlo.