martes, 1 de mayo de 2007

Consuelo

Consuelo vive en la calle de la Generalitat, justo en esa parte en la que suele pasearse un perrito blanco y lanudo que lleva meses cojeando, feliz, campechano a pesar de que su pata se quiebra hacia un lado cada vez que la apoya y le hace ir tambaleándose hacia delante. Seguramente, ahora Consuelo estará arriba jugando a la Playstation 2, cenará a las nueve, verá una película y a las once ya se habrá metido en la cama. Su cuarto está al final de un largo pasillo sin puertas y sólo tiene una cama de matrimonio rodeada por paredes blancas y un pequeño televisor a los pies, sobre un taburete.

Ahora tiene treinta años. Hace quince, cuando aún vivía con sus padres, se le empezó a llenar la piel de morados, se mareaba y no paraba de vomitar. Le detectaron leucemia, le hicieron un transplante de médula espinal y estuvo ingresada en el hospital durante un año y medio. Dormía en una sala con otros dos jóvenes que sufrían la misma enfermedad, y que acabaron muriendo a los pocos meses. También vio cómo morían los nuevos compañeros que los sustituyeron. Ahora sólo tiene que hacerse análisis cada tres meses, seguir una medicación estricta y cuidar su salud. Da igual que le insistas, no importa que repitas que sólo es una noche o que se trata de un día señalado: jamás beberá más de una copa.

Su aspecto físico parece hablar sobre lo que le ocurrió en la adolescencia. Es muy pequeña, con las manos minúsculas, casi infantiles, como si su metabolismo se hubiera detenido en pleno desarrollo. Y su cara podría resultar atractiva si no fuera porque sus labios son dos líneas muy finas, imperceptibles. La ropa que viste, demasiado inocente, demasiado contenida, no sirve para que en general emita destellos de sensualidad o de apetencia. Ella le echa la culpa a sus padres, sobreprotectores, pero lo cierto es que no evita hablar del sexo con un deliverado desprecio, con un orgullo de asco declarado y divulgado a quien le pregunta. Perdió la virginidad a los veintiocho años porque hasta entonces "no sentía la necesidad". Todo eso lo contará con su voz débil, aniñada, dulce, que por su tono parece autojustificarse en cada palabra y pedir disculpas por hacerse escuchar o por el mero hecho de existir.

Con su primer novio estuvo diez años. Entre otras cosas, la hizo bajarse del coche en el área de descanso de una autopista y se fue, rompió el armario de un hotel porque ella no quiso acceder a sus deseos carnales y desaparecía largas temporadas en las que se sometía a un tratamiento intensivo de cocaína y alcohol. Cuando decidió dejarlo, la familia del novio estuvo persiguiéndola por las calles varios meses, insultándola, recriminándole el sufrimiento amoroso de su hijo. Otro de sus novios le pedía dinero y nunca se lo devolvía. Y en cuanto al último, dejó de llamarla después de cinco meses de relación cuando un día se empeñó en comer en una hamburguesería y a ella no le apeteció. Es fácil saber cuándo Consuelo tiene novio, porque entonces deja de salir y se limita a pasar las noches con su pareja viendo las películas de Antena 3.

A la mayoría de ellos los ha encontrado por Internet. Tampoco exige demasiado. Muchas veces explica que si tuviera la oportunidad de elegir, preferiría no haber nacido. Se considera una tarada, y no sólo por su enfermedad, sino también porque carece de ramificaciones nerviosas en el aparato olfativo y es incapaz de percibir ningún olor. Cambia de ropa varias veces al día porque le aterroriza oler mal, y su cocina es eléctrica, ya que no podría detectar un escape de gas. Le avergüenza reconocer su carencia cuando alguien que no conoce demasiado insiste en lo bien que huele un plato de comida o en lo mucho que apesta una parte de la calle. Considera que sus incapacidades son suficientes para ahuyentar a cualquier persona normal. Ante cada nueva pareja es un reto tratar de descubrir en qué momento saltará la extravagancia, la rareza, la franca exhibición de su estatus de inadaptado.

Está contenta porque ha quedado tres veces con otro chico de Internet, pero le inquieta que no se quiera tomar ya las cosas en serio o aún no viva con ella. Le encantaría tener a un compañero mientras navega por diferentes chats, se compra juegos y accesorios para la consola, come una bolsa de Cheetos o ve la televisión. Así que ahora, en su vida, los días pasan expectantes, ilusionados, cargados de incomprensibles y estimulantes sucesos que están al caer. Junto a su portería pasa ahora ese perro de la pata quebrada, se come un hueso de pollo del suelo y se estira plácidamente en la parte de la acera donde todavía cae el sol. Su dueño ya ha pedido hora al día siguiente al veterinario para sacrificarlo.

3 comentarios:

Shiba dijo...

Mmm, genial, este más corto y más directo... no sé porqué lo imaginaba todo a la perfección. Nunca he sido capaz de aguantar más de 10 minutos en el clima varonil y recargado de un gimnasio cuando he tenido que pasar por ahí, y de algún modo, todos hemos conocido a algún triste César en cualquier momento de nuestras vidas... gente triste con obsesiones tristes... y que suplen los vacíos con manías... porque eso no es querer estar bien, es obsesión por ocultar un problema.

Bravo, Glasshead, una vez más.

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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