jueves, 26 de julio de 2007

El mejor referente

Por Piero

Era sábado por la noche, y ya estaba listo para salir. El mensaje de Sergio a última hora me puso de muy mal humor. No era la primera vez que me dejaba tirado con una excusa poco convincente. Seguramente, habría topado con algún maromo con quien pasar la noche y había decidido prescindir de mi plan. O simplemente se había apalancado. Pero me daba igual. Pensaba salir, aunque fuera solo. Ya encontraría a alguien para matar el rato. Al fin y al cabo, siempre éramos los mismos los que nos movíamos por estos sitios. Y estos mismos éramos los que siempre nos quejábamos de las mismas cosas: que si la gente era muy superficial, que si esto no nos aportaba nada, que el whisky era de garrafón... Pero llegaba el fin de semana y nuestras promesas de no volver por un tiempo se olvidaban al primer toque de teléfono.

Salir se había convertido en una adicción para mí. Yo al menos lo reconocía. Si no fuera así, no hubiese tenido la necesidad de repetir sábado tras sábado. Cada noche me prometía que iba a ser diferente. Que aquella vez no terminaría descontrolado y completamente borracho. Que tampoco me arrastraría la inercia de cada fin de semana... Raramente cumplía con mi propósito.

Al salir, me dije a mi mismo lo especial que era y lo mucho que algunos darían por despertar a mi lado. Podía admitirlo sin falsas modestias: no me pesaba ser un tipo que triunfaba. Me había acostumbrado a moverme entre la gente con mucha facilidad. En mi perfil psicotécnico, destacaban la sociabilidad, intuición y el buen uso de la inteligencia emocional como elementos predominantes en mi carácter. Y eran armas poderosas para que te considerasen.

Fácilmente podía encarnar al prototipo de hombre moderno que aparecía en cualquiera de los anuncios que se veían por la tele: mediana edad, con una belleza especial, preparado para competir y con una economía solvente. Algo así como el joven absolutamente preparado (JASP) que con tanta insistencia se nos machacaba en los mass-media de los 90. Me gustaba sentirme así: un hombre del momento, con carisma y fuerza para elegir el uso y ritmo de mi tiempo. Era esa idea actualizada del superhombre.

Pero no tenía pareja. Antes ni siquiera había pensado en ello. Hacía un año que me tentaba la idea. Aunque no sabía si era verdaderamente lo que deseaba. De hecho, no me entusiasmaba el modelo de relación convencional. Con frecuencia me cansaba de las personas, y me costaba mantenerme atento a los pormenores cotidianos. Y se suponía que eso era imprescindible cuando deseabas durar tiempo emparejado. De todos modos, me hubiese gustado enamorarme. O al menos creer que podría ser capaz de sentir una admiración amorosa hacia alguien que no fuera yo. Por entonces, muy pocas cosas me sorprendían. Y ése era mi problema.

Enamorarme era la única alternativa que se me planteaba en mi vida de entonces. Me nutría sobre todo de relaciones de una noche. Lo único que me ataba era sentirme ganador, el objeto más preciado de disputa. No había nada que me hiciese crecer más que la codicia sexual en ojos ajenos. Disfrutaba con los previos, sobre todo al descubrir la desesperación oculta en los gestos del que se esforzaba por conquistarme. Una vez había pasado todo, el resto era de lo más cansino: inventarse una excusa para que se fueran lo más rápido posible de casa sin que la espera se hiciese interminable... Por no hablar de cuando enviaban mensajes en plan "me ha gustado mucho, si quieres podemos repetir". Sencillamente, tener que atender a todas esas pequeñeces, que nunca conducían a nada, me gastaba mucha energía.

Aun así, aquella noche salía. Y quizá esa noche fuese la definitiva. Tenía la ilusión de dar por fin con algo distinto. Mi presentimiento era bueno, pese a que el flojo de Sergio me había dejado tirado. Me arreglé ante el espejo. El olor a vainilla dulce de Le male invadía todos los rincones de mi habitación. Me gustaba lo que podía ver. Generalmente me encontraban un notable parecido con Joaquim Phoenix, ese actor medio alternativo con un hermano que se dio a las drogas. El mismo. Mis labios eran igual de gruesos y rojizos. Mis ojos, grandes y claros. Mis facciones simétricas y marcadas. Eso sí, mi cuerpo estaba mucho más trabajado, mis brazos eran puro músculo. Una especie de complacencia interna se revolvía dentro de mí.

-Ésta será mi noche -me dije, mirándome a los ojos, antes de salir. El plantó de Sergio empezaba a dejarme de preocupar.

Tomé el taxi hasta el Salvation. Como siempre, la cola llegaba cinco metros más allá de la entrada. Me encontré con Ignacio. Estaba algo nervioso. Al parecer, las cosas no le funcionaban muy bien profesionalmente, y temía ser destituido por la directiva. Necesitaba hablar, y como aún era pronto, empezamos a beber. A los veinte minutos aquello se estaba llenando, y mientras tanto Ignacio continuaba hablando de sus socios alemanes y los flujos de capital. Cuanto más insistía en el tema, más me daba por reírme. Y no era porque lo tomara a la ligera, simplemente me parecía absurdo haber ido allí para terminar charlando sobre asuntos que no me interesaban en absoluto. Sin duda, aquello no era mi plan. Además, cuando bebía se me ponía la risa tonta y se me hacía imposible contenerla.

-Que te follen, mamón. Ya me llamarás cuando estés menos borracho y necesites invertir -es lo último que creo recordar que me dijo.

-Qué poco sentido del humor que tiene -pensé para mis adentros. Cuando reaccioné, ya era demasiado tarde para tratar de alcanzarle. Lo había perdido de vista.

Me puse serio. No me gustaba que la gente se enfadase conmigo, y mucho menos cuando no lo pretendía. Tan sólo fui yo mismo al tratar el asunto con desenfado. Mi actitud con él no había sido consecuencia del alcohol. Además, le podría ir muy mal en el trabajo, pero Ignacio tenía mucha vista para los negocios. Era un contacto que no me podía permitir perder. Quizá el lunes le invitaría a comer, por si algo podía solucionarse. Bastaba sólo con escuchar y asentir con cara de "cuánto te comprendo, aquí tienes un amigo".

Me sentía enrabiado por lo sucedido. Y todo aquello me hastiaba. En la sala no paraba de entrar gente y más gente. Todos sudados por la poca ventilación y rozándose entre sí en un gesto que aparentaba ser fortuito. Intenté establecer contacto visual con un par de tipos, pero ambos lo rechazaron. Hijos de puta. ¿Se creerían mejores que yo?

-Andrés, ponme otro JB con Red Bull.

El camarero también estuvo muy seco conmigo. Me lo había follado en un par de ocasiones. Después insistió en que volviéramos a quedar, pero más en plan de conocernos, y a mí en ese periodo no me apetecía, la verdad. Así que no nos lo volvimos a montar más, y él comenzó a comportarse menos amistosamente conmigo cada vez que nos encontrábamos.

Me estaba asqueando. Todo era incómodo en aquel lugar: el poco espacio, el humo, la falta de aire, la gente. Un par de borrachos bailaban a mi lado como si toda la pista fuera suya.

-Putos gilipollas. Se creen el ombligo del mundo y no saben contenerse cuando hay más gente alrededor -pensé. Y luego di una vuelta por si me topaba con Freddy.

Como siempre, Freddy estaba apoyado en la columna, muy cerca de los lavabos.

-¿Cómo va todo, Freddy? ¿Te queda algo?
-No demasiado. De momento es pronto. Pero, bueno, ya sabes que siempre tengo unas cuantas para ti. Menuda mierda de música que están pinchando hoy. ¿Cuántas quieres?
-Dame unas cinco. Igual después me apetece irme de after.
-Ok, pero ni se te ocurra metértelas todas de golpe, que ya vas algo pasado. A ver si la vas a liar, con lo tranquilo que está todo últimamente. Ah, coge un par de chicles. Son de esos que se te pegan al paladar y no hay que masticar. A ver si se te refresca la boca.
-Gracias, tío. Me voy para adentro, a ver quién cae.

Al poco tiempo comenzaba a sentirme mejor. Ya no me sentía tan incómodo entre tanto hijo de puta. Si Ignacio se había molestado, allá él. Si Andrés no me dirigía la palabra porque no le daba más por culo, que se jorobase, pero que entre todos me dejaran en paz. Comenzaba a estar harto de tanta presión. Se me hacía muy pesado tratar constantemente de que todo estuviera bien en mi mundo. A veces me creía que las cosas eran así, pero otras me daba con un canto en los dientes. Me esforzaba en mostrarme eficiente con cuantos me rodeaban: ser el mejor profesional, el mejor amigo, el mejor amante. Quería ser el mejor referente para los otros: Darío el perfecto. El que enamora a hombres y mujeres. Darío el seguro de sí mismo. Darío el encantador. Darío el solvente. Darío...

Pocos sabían que Darío ni siquiera era mi verdadero nombre. Me lo cambié legalmente a los veintiséis años, cuando comenzaba a hacerme un hueco en la ciudad. Mi anterior nombre me avergonzaba. Era de lo más vulgar, casi de pueblo, así que opté por cambiármelo antes que presentarme con algo que me delatara.

-Buenas tardes Mr. Thomas. Le presento a Darío Soto. Es nuestro director administrativo financiero. Una de las jóvenes promesas de la empresa. Gracias a una iniciativa suya, en tan sólo dos años ha aumentado muy considerablemente nuestra productividad en los países del Este. Ni que decir que gracias a su trabajo ha sabido ganarse la confianza y el apoyo de toda la directiva general-. Entonces el Sr. Thomas me tendía la mano, quizá aprobando mi aspecto intachable.

La consideración ajena. Tremenda droga adictiva. Dependía del deseo y la aprobación del ojo anónimo para poder sentirme bien conmigo mismo. No existía peor fracaso que pasar desapercibido entre la multitud. Simplemente, comprobaba que podía llegar a ser fuerte a pesar de tanta debilidad interna.

Pero ahora ya estaba bien. Se me estaban pasando el enfado y los miedos. Me hice paso entre la masa de la discoteca a empujones. Si alguien se rebotaba, que me encarase. Yo le hubiese dado mis razones. Me tomé otra pastilla. Temí que el efecto me bajara enseguida, ahora que comenzaba a sentirme bien nuevamente. Subí a la tarima y comencé a bailar al ritmo de una remezcla de The Bloodhound Gang (¡Dios, cuántos años tenía ya esta canción!).

You and me baby ain't nothin' but mammals, so let's do it like they do in the discovery channel. Sonaba potente desde el altavoz. Me sentía invadido por los efectos de la droga y el alcohol. Cerraba los ojos y la sensación de ingravidez me hacía sentir feliz. Me imaginaba bailando, siendo observado y deseado a la vez. Comenzaba a notar un intenso frenesí sexual.

Me quité la camiseta, sentía el sudor en mi cuerpo y un fuerte olor a tabaco. No paraba de moverme. Sin apenas advertirlo, ya me estaba besando con un tipo que debía de estar al acecho, cerca de mí.

Sweet baby, sweet baby, sex is a Texas draught. Sentía su boca seca dentro de la mía. Nuestras lenguas se atropellaban una a otra. Cada vez me costaba más mantener el peso de mi cuerpo. Él me sujetaba desde la cintura y por eso controlaba el equilibrio. Mis manos trataban de acariciar sus formas, pero casi no podía percibir nada. Algo me intranquilizó. Sumergió sus manos en mis pantalones y con los dedos intentó toquetearme el culo.

No me gustaba ser pasivo. Que me penetrasen era mi mayor límite sexual. Las pocas veces en que lo fui, había terminado por sentirme casi enamorado de las personas que lo habían hecho. En esos momentos, era como si creciera en mí una especie de sentimiento femenino de dependencia y control de la otra persona. Mi mente debía de asociar la dominación sexual con la entrega y la confianza de quien se deja amar. Algunos de ellos eran absolutos desconocidos, así que se puede imaginar lo dañino que podía llegar a ser colgarse de alguien que pensaba que yo sólo era un rollo de una noche. Por este motivo, había decidido ser yo el que tomaba la iniciativa en las relaciones. Si no querían que les penetrase, ahí no había nada de nada, sólo caricias, mamadas y masturbaciones mútuas.

Así que empujé al tipo con el que me estaba besando. Bueno, digo empujar por decir algo, porque estaba tan colocado que no tenía fuerzas para nada. Fue entonces cuando me fijé en él. Su imagen bajo los focos me impactó. Era un hombre de unos cincuenta años, por las facciones quizá extranjero, gordo y descuidado. Se acercó a mí con un susurro, como tranquilizándome, y me dejé abrazar. La música ya no sonaba tan envolvente, y entre sus brazos sólo tenía ganas de llorar. ¿Era eso aquello tan especial que esperaba encontrar esa misma noche? Apoyé mi cabeza en su hombro, sin querer pensar en nada más.

Me odiaba cuando me creía mis propias mentiras. Todo era apariencia. Nadie conocía a nadie, ni siquiera uno mismo llegaba a conocerse. Mi vida estaba sobrada de colegas que iban y venían, de rutinas de diez horas diarias de trabajo más dos de gimnasio. Los fines de semana no hacía más que salir, colocarme, follar y dormir. Y así semana tras semana. ¿Qué estaba haciendo para que todo fuera así? Desde luego, daba por terminada mi noche.

El guiri buscó mis labios con sus dedos y me introdujo una pastillita como las que vendía Freddy. Era una buena idea tomarla, quizá así volviese a sentirme mejor. La evasión debía acabar con todo eso.

No sé cuánto tiempo estuvimos abrazados. Recuerdo que entre tanto intentaba besarme, y que yo me dejaba. Cuando me daba cuenta de quién era, y mis reflejos me lo permitían, trataba de apartarlo. Pero había comenzado a tener frío. Así que él recogió mi camiseta y me la puso. Me sujetó por la espalda, y juntos conseguimos salir de la discoteca. Pidió un taxi.

Creía que en el fondo el guiri no debía de ser mal tipo. Seguramente, viendo cómo estaba, había pensado que me sentaría mejor algo de aire fresco. Era posible que incluso me llevara a casa y me dejase durmiendo. Sólo esperaba que fuese de fiar y no me robara nada. O que no se enamorase simplemente porque se había hecho cargo de mí. Allí, tumbado en el taxi, podía verlo mejor. Era repulsivo. Su cabeza calva y pálida tenía la forma de una calabaza. Disimulaba su falta de labios con una perilla bien trabajada. Sus ojos eran claros y pequeños como canicas. Había mucha luz en su mirada, y yo me dejaba coger las manos. El paisaje urbano se sucedía a través de las ventanas. El coche olía a gasolina y tabaco. Cerraba los ojos, porque no podía ni sostenerme.

Paramos y esta vez me dejé arrastrar por él. Entramos en un lugar que no parecía mi casa. De hecho, todo aquello no tenía pinta de vivienda. Más bien, parecía el vestuario de un gimnasio. Me desnudó y me ayudó a darme una ducha. Sin duda era una buena idea, porque así me despejaría y me sentiría mejor para dormir. Sin secarme, me puso una toalla por la cintura y me condujo a una de las habitaciones. Podía ver gente entre los pasillos. La mayoría se giraban al verme pasar tan drogado. Todos ellos también estaban desnudos.

Aquello era una sauna. Lo comprendí cuando me encontré tumbado boca arriba en una camilla y con el guiri encima de mí, penetrándome. Su cuerpo pálido me daba asco. Asomaba algo de pelo por su pecho y barriga. De vez en cuando intentaba besarme, pero yo giraba la cara para evitar ese contacto. No tenía fuerzas para resistirme, y mucho menos para gritar y ser escuchado. Dejarme llevar hasta allí había sido un gran error, así que cerré los ojos esperando a que todo aquello terminara de una vez.

Sentía cada vez más fuertes las embestidas de su pene. El dolor era humillante. Comenzaba a percibir sudor en su cuerpo. Debí quedarme medio inconsciente.

Cuando abrí los ojos, ya no era él quien me montaba. Era otro tipo algo más joven y delgado. No alcanzaba a ver qué ocurría. Pero sí bastantes personas a mi alrededor. Todos desnudos y esperando turno. Observé que el guiri marchaba y me dejaba sólo ante aquella multitud expectante.

-¿Seguro que este tío está bien? No hace más que balbucear.
-Que sí, ¿si no que haría aquí? Lo que pasa es que es un sumiso de ésos que le mola ir de guarro calientapollas. Es curioso, en las discotecas estos guaperas son los que van de estirados, pero cuando les da el calentón son más putas que todos nosotros juntos.

A continuación me escupieron en la cara. Mi única defensa instintiva fue la de taparme la boca con la mano, como si aquello me fuera a ayudar en algo.

-Joder tío, me estoy poniendo supercachondo, no creo que aguante mucho más.
-Está buenísimo. Fíjate que músculos.
-Cerdo... ¿Te mola que te folle con mi polla? ¿A que sí? Mira, qué dura y gruesa. ¿A que nunca te han follado así? Dí que sí, cerdo.
-¿Le damos la vuelta?

Recordé momentos de mi infancia en los que aún no había descubierto la sexualidad. Pensaba en lo feliz que fui en aquella época. Veraneando en la playa bajo la supervisión atenta de mis padres. Mi madre tumbada, tomando el sol. Yo mostrándome ante ella siempre que podía. Disfrutaba con su aprobación. Por entonces, para mí aquello era el éxito. Mi madre era la única persona a la que seguía amando.

También me recordaba con veinte años, cuando empecé a dejarme seducir por la ciudad. Podía sentir el infinito, sobrevolando esa hilera de edificios altos y luminosos. Con curiosidad me preguntaba qué se escondía detrás de todo aquello, y cuál sería el lugar que yo ocuparía.

-Mierda, está sangrando por el culo.
-Va, dejadlo ya.
-Espera, que me corro encima.

Me despertaron al día siguiente. Ya era media tarde.

-Disculpa, ¿te importa si utilizamos esta habitación? Es que las otras ya están cogidas. Si sólo estás durmiendo, igual no te molesta que nos pongamos a un lado.

Me fui con la cabeza baja. Me dolía todo. Sentía una fuerte presión en el estomago. Por fortuna, dejaron la llave de mi taquilla bajo la mesa y pude cambiarme rápidamente. No me faltaba nada.

En media hora ya me estaba dando una ducha en casa. Sentía el ánimo por los suelos. No podía pensar en qué hacer con lo sucedido. Quizá me lo habían hecho sin condón, o tenía un desgarro, o todo aquello me iba a dejar secuelas. Llamé a casa. Se puso mi madre.

-¿Dígame? ¿Quién es?
-Hola, mamá.
-¡Lauro! ¡Qué bien! ¿Cómo estás? Hace tanto que no sé de ti... ¿Lauro? ¿Me oyes?
-Sí.
-¿Te pasa algo? Te encuentro muy raro.
-Bueno. Estoy bien.
-¿Te has enfadado conmigo por algo? Hijo, dime la verdad.
-Mamá, te quie...

Noté que empezaba a llorar y que no iba a ser capaz de controlarlo. Colgué el teléfono.

jueves, 19 de julio de 2007

Todos estamos solos

Laura camina junto a su amiga Rebeca, ella rubia, estilizada, con unas gafas de sol perfectamente acopladas entre su larga y sedosa melena, y la otra bajita, algo rellena y con el pelo rizado, asintiendo ante lo que le dice. Sin duda, hay algo inquietante en las tiendas de ropa de barrio, son carcomidas y apolilladas, como si se hubieran quedado detenidas a finales de los setenta, y mientras Laura efectúa un completo examen de todos estos detalles que la horrorizan, las dos suben por una pequeña rampa en la misma esquina donde un toldo protege una fachada en obras. Entonces alguien, ahí arriba, hace un vertido de escombros, y casi imperceptiblemente una piedra descuidada y triangular cae por el borde del tubo y golpea con fuerza en la cabeza de Laura. La chica se desploma inmediatamente en el suelo, y a Rebeca le sorprende no tanto el charco de sangre que se va expandiendo, como esa extraña y absurda sonrisa que se dibuja en la cara de Laura, con los ojos bien abiertos, mientras sus piernas hacen un ademán de querer seguir caminando en el aire.

Manuel está sentado en una silla acolchada de la habitación del hospital, con la cara entre las manos acariciándose la barba que hace dos días que no se afeita, y haciendo esfuerzos por controlar el abrumador cansancio que le ha calado en los huesos. Desde el accidente apenas ha dado un par de cabezadas, pero la preocupación y el desconcierto le impiden tomarse las cosas con calma, al menos hasta que haya algo seguro. Se levanta y se asoma a la ventana, donde el sol empieza a esconderse en el declive de la tarde. Le apetece salir y comprar una bebida en la cafetería, pero se siente incapaz de dejar sola a Laura, perdida en su sueño, porque le domina la extraña idea de que en cuanto él marche la perderá para siempre. Las palabras del doctor en su última visita le han puesto nervioso, no se ha detectado nada anómalo en el escáner, aunque podría haber complicaciones. Tan sólo es cuestión de esperar, y a cada pequeño golpe de respiración su corazón se acelera, va corriendo a postrarse ante esa chica, rubia y delicada, con la cabeza vendada, y desea que todo salga adelante. En los jardines del hospital un anciano con tacatá camina poco a poco, y Manuel se entretiene en su piel arrugada, en sus brazos llenos de manchas y en las suposiciones sobre cuánto le quedará de vida, hasta tal punto que sólo pasado un rato escucha ese murmullo a sus espaldas, etéreo, incoherente. Se gira, se agacha y comprueba que, al fin, su chica ha abierto los ojos.
-¿Quién eres?
-Cariño.
Le toma las manos y le invade un amor profundo, sincero, que le emborrona los ojos de lágrimas y le hace olvidar cualquier posibilidad de daños funcionales que ha escuchado en las interminables horas ya pasadas.

Un año después, el calor del verano aprieta y Laura se apresura a entrar en la horchatería de la calle Aribau, donde le envuelve una nube fresca de aire acondicionado. Absorbe el aroma de los helados de chocolate y de vainilla, hasta que en la mesa del fondo su amiga Rebeca sonríe y levanta la mano. Se sienta frente a ella. Rebeca fuma un cigarrillo. Le pregunta:
-¿Cómo estás?
Laura deja su bolso a un lado y suspira. Pide un batido de chocolate.
-Estoy muy mal. No sé nada de él desde hace dos días.
-Quizá ya te va bien así.
-Lo estoy pasando fatal.
-No es algo que te venga de nuevo.
Rebeca aplasta su cigarro contra el cenicero. Saca otro de la cajetilla y lo enciende.
-Lo sé. Pero es que Juan Luis no es una persona normal -dice Laura.
-Ya conoces mi opinión sobre él.
-Lo peor de todo es que le ha podido pasar cualquier cosa. Estoy preocupada.
-Claro. Como la última vez.
Laura empieza a preguntarse si ha sido buena idea quedar con Rebeca.
-No es lo mismo. Ahora nos iba muy bien.
-Aquella vez estuvo perdido dos días con otra chica.
-Es normal que pienses así. Pero es que yo lo conozco de verdad. Deberías pasar por una relación para saber a qué me refiero.
Se arrepiente de haber dicho esto en cuanto termina la frase. Su amiga se limita a cruzar las piernas, apoya su cara en una mano y da una larga calada al pitillo.
-Es cierto -dice Rebeca-, yo siempre he estado sola y no tengo ni idea. Y aun así preferiría seguir estándolo a tener algo que ver con ese tipo.
-No me entiendes.
Rebeca exhala un largo chorro de humo y luego mira a su amiga, que está retorciendo el envoltorio de plástico del paquete de tabaco.
-Por cierto, ¿sabes algo de Manuel?
-¿Manuel? No.
Laura agacha la cabeza unos segundos y luego la alza, se retira el cabello de la cara y contempla fijamente a su amiga. Rebeca observa que sus dos ojos, enormes y azules, se han humedecido y parecen a punto de estallar en lágrimas.
-Es que lo amo. ¿Comprendes? Necesito a Juan Luis. Le quiero.

Palpa con la mano el interruptor y enciende la luz pensando que Mercedes saldrá corriendo en cuanto vea el estado de su piso. Pero al contrario, ella sonríe y entonces Manuel se siente más cómodo.
-Lo tienes todo muy desordenado.
-Sí. Perdona.
La chica se adelanta y se agacha para recoger unos pantalones tejanos tirados frente al televisor. Los deja en un sofá. Contempla la mesa, los ceniceros desbordados de colillas y las latas de cerveza vacías, y después se acerca al mueble. Empieza a inspeccionar con curiosidad los marcos sin fotografías dentro. Los coge y les da varias vueltas, para luego dejarlos de nuevo donde estaban y encoger los hombros.
-Te voy a preparar una copa -dice Manuel.
Entra en la cocina y limpia un vaso largo del fregadero. Después busca la botella de vodka, hasta que la encuentra junto a la basura, pero todavía llena por la mitad. Carga el vaso y le añade limonada y cubitos. Sin que se dé cuenta, Mercedes le abraza desde detrás. Manuel se gira con la copa en una mano. Ella la toma y bebe un sorbo.
-Está muy bueno.
Y entonces deja la copa en el mármol y le da un beso pausado, íntimo, minucioso, hasta que se separan y Mercedes le acaricia la mejilla.
-Lo haces muy bien.
-Gracias.
Ella se acerca para darle otro beso, y Manuel lo recibe porque quiere disfrutarlo. Sin embargo, no deja de ser consciente de que cuando sus labios se unan, cuando llegue la dulzura y el deseo, no serán los labios de Mercedes los que le estén besando, sino otros muy distintos y lejanos, que reclamarán su presencia desde un rincón profundo de su espíritu, y que emergerán con calor vivo mientras mantenga los ojos cerrados.