martes, 1 de abril de 2008

Ted Bundy

Carlos estuvo pensando todo el rato en la película que había visto aquella tarde, y aún la tenía en la cabeza cuando entró en la cervecería y comprobó que, como siempre, la mayor parte de las mesas estaban vacías. Ocupó la más alejada, pidió una Leffe rubia, se levantó, fue hacia la máquina de tabaco y compró un paquete de Marlboro. Se sentía muy bien escuchando las canciones de los ochenta que solían poner allí, fumando un cigarrillo y terminando poco a poco su cerveza.
Alguien se acercó a la mesa. Le inundó una ola de perfume fresco y goloso.
–¡Hola!
–Hola, Ángela.
La miró estupefacto. Se había puesto una falda muy corta y unas medias oscuras con botas negras. Llevaba también una blusa negra, tan ajustada que le insinuaba los pechos como apetitosas bolas de nata. Sonreía de una manera blanca y extremadamente fresca. La chica se apoyó en la mesa para darle un beso y Carlos se fijó en que se había puesto guantes de rejilla en las manos. Le avergonzó un poco lo joven que parecía, pero al mismo tiempo eso le excitaba.
–Perdona que haya tardado. Antes de salir me llamó mi padre.
–Entiendo. ¿Estás bien?
–Bueno... –miró hacia el tapete de papel. Después le cogió las manos –ya sabes. Lo de siempre. Pero yo no quiero volver a casa por nada del mundo.
Al poco rato, apareció el camarero y les tomó nota. Pidieron una ensalada tropical –“con mucha salsa de cóctel”, dijo Ángela–, dos hamburguesas con patatas y una botella de vino tinto.
–Lo peor de todo –siguió– es que no puedo permitirme pagar más de lo que pago ahora. El otro día, el dueño del piso volvió a recordarnos que tenemos que irnos antes de verano. No sé qué hacer.
Llegaron la bebida y la comida. Carlos llenó generosamente de vino las dos copas.
–Bebe y no te preocupes. Hoy vamos a pasarlo bien.
–Lo sé. Tenía muchas ganas de verte.
–Yo también. Toma un cigarrillo.
Acabaron rápido con los platos y siguieron bebiendo. El rostro de Ángela se sonrojó. Empezaron a hablar de películas.
–El otro día, en la universidad, nos pusieron El año pasado en Marienbad.
–¿Estaba bien?
–Era hermosa. Pero también difícil de entender.
–No sé si me gustaría.
–¿Has visto algo últimamente que valga la pena?
Apuró su copa de vino y la dejó sobre la mesa seguro de que iba a responder que no, pero entonces se acordó de la película de aquella tarde.
–Sí. Hoy, precisamente.
–¿No me habías dicho que tenías trabajo?
Carlos encendió lentamente un pitillo.
–Sí, sí, claro. Es que no era una película. Era una serie. Muy corta. La he visto mientras me arreglaba para venir.
–¿De qué trataba?
–Un tipo realmente malvado. Vivía con su esposa y por la noche se dedicaba a matar a mujeres y violarlas después de muertas. Es un caso real. No recuerdo cómo se llamaba...
–¿Henry Lee Lucas?
–No.
–¿Ted Bundy?
–¡Exacto! Ted Bundy. Un loco. Mató a unas cien chicas golpeándolas en la cabeza. Pero con su esposa llevaba una vida absolutamente normal. Ella nunca sospechó.
Pidió la cuenta, y Ángela abrió su bolso pero Carlos se apresuró y puso rápidamente un billete sobre el plato. Rodeó sus hombros con el brazo y antes de salir a la calle lo retiró.
–¿Vamos a tomar algo al Outside? –preguntó él.
–Verás, tenía otra idea. Vamos a un sitio donde no hemos estado nunca. El Valhala. Allí están algunos de mis amigos. Te los quiero presentar.
–Sabes que soy muy tímido.
–Son muy majos. No te preocupes. Quiero que los conozcas.

Ángela apoyó la cabeza sobre su hombro y él miró hacia el suelo todo el rato mientras atravesaban la calle Tallers. Ignoraron a un hombre joven y sucio que les pidió dinero. Entraron en el Valhala. Sonaba de manera atronadora una música heavy.
–Están al fondo.
–Espera. Tomemos algo antes.
Pidió dos whiskys en la barra y la siguió hasta unas mesas apartadas en una zona oscura. Ángela empezó a saludar y él se sentó en la silla más alejada, justo al lado de un tipo de gran barriga, con una melena lacia y sucia de color gris y pantalones de cuero. Parecía un ángel del infierno. Ella se sentó en un sofá cercano y charló con un joven con gorra, vestido completamente de negro y con una camisa abierta justo en el pecho, dejando ver el tatuaje de un corazón sangrante. Se giró hacia él.
–Mira Carlos, éste es Juan.
–Hola.
Le señaló a otro tipo que había más allá, con una larga y oscura melena sujetada por un pañuelo y que agitaba de vez en cuando.
–Y ése es Iván.
Ángela habló más con ellos y él comenzó a aburrirse. El ángel del infierno barbudo bebía sin parar, pero no decía nada. Carlos decidió tantearlo.
–¿Eres amigo de ellos? –le preguntó.
–Ah, sí. Un poco.
La expresión de aquel tipo era humilde, casi introvertida e incluso asustadiza, lo bastante como para no tomarse en serio la peligrosidad de su imagen. Daba la impresión de tener algo menos de cuarenta años, muy mal llevados. Bebió de su copa, miró adelante y después se volvió de nuevo hacia Carlos, titubeando.
–¿Eres el novio de Ángela?
–No. Bueno, sí. Amigos.
Sonrió buscando la complicidad. Pero el barbudo sólo asintió.
–¿Y te gusta esta música?
–No mucho, la verdad.
–Yo a veces pincho aquí. Aunque me gustan más estilos.
Sacó un paquete de tabaco y le ofreció un pitillo. Carlos lo aceptó, lo encendió y dio una larga calada echándose hacia atrás en la silla.
–Así que te dedicas a esto de la música.
–En realidad es mi afición. Por las mañanas trabajo en correos. ¿Y tú?
–Yo soy... yo trabajo en casa. Soy autónomo. Diseñador.
–Interesante.
–Bueno, no me deja mucho tiempo libre.
El barbudo asintió otra vez.
–Pues yo tengo las tardes libres. Me paso las horas... leyendo tebeos. Me encantan los superhéroes. Me pasaría así el resto de mi vida. Colecciono figuras de acción. Es otro de mis hobbies. Mis padres no pueden entenderlo.
–Claro.
–Voy a pedir una copa. ¿Quieres una?
–Vale.
Mientras el barbudo iba hacia la barra, Carlos se hizo el propósito de decirle a Ángela que quería irse. Al poco rato ella se levantó y caminó hacia él, sonriendo, pero la vio tan bonita y tan pura que fue incapaz de decir nada. La chica se arrodilló, le dio varios besos en el cuello y le dijo al oído:
–Voy al lavabo. ¿Estás bien?
–Sí.
Se quedó solo con el chico de la gorra y el tatuaje y con el de la melena. No pudo aguantar el silencio.
–¿A qué os dedicáis?
La pregunta le pareció estúpida desde el mismo momento en que la formuló. Por eso le sorprendió la vehemencia con la que respondió el joven del tatuaje del corazón que sangraba. Hablaba como si estuviera leyendo un discurso.
–Soy director de cine. Bueno, principalmente soy artista.
–Vaya.
–Dirijo cortos en los que doy mi visión de la vida y la muerte. Necesito expresarme, supurar el dolor que siento y compartirlo. El arte recorre mis venas.
A Carlos le llegaba el fuerte olor a alcohol de su aliento.
–Bueno, le diré a Ángela que me pase algo de lo que has hecho.
–No, no creo que te guste –al decir esto, miró con dignidad hacia un lado.
–¿Por qué no me iba a gustar?
–Para serte franco, al verte entrar por aquí me has parecido muy estirado. Ángela me ha dicho que eres diseñador. Pues bien, tienes toda la pinta. Y tienes que saber que para mí la estética no tiene importancia, me parece una barbaridad dedicarle el más mínimo esfuerzo. Mi arte arranca directamente del corazón y brota en estado puro. No sabrías comprenderlo.
En ese momento regresó el ángel del infierno. Le pasó una copa de whisky.
–Gracias, amigo.
Tomó algunos sorbos en silencio. Vio que Ángela salía del lavabo e iba hacia la barra. Observó que el chico de la melena se dirigía a él. No paraba de agitar su pelo de un lado a otro.
–Vaya, eres diseñador. ¿Has trabajado alguna vez para una editorial?
–Bueno, algo así.
–Yo soy escritor.
–¿Has publicado algo?
–No. En realidad llevo mucho tiempo liado con una novela en la que quiero dar mi visión de la vida. Pero no logro tirarla adelante.
–¿Cuál es el problema?
–Me olvido de los personajes.
Carlos empezó a reír pensando que era una broma. Pero se detuvo inmediatamente al ver en su rostro un gesto de resignación que carecía de la más mínima ironía. Después el tipo se quitó el pañuelo de la cabeza para recolocárselo, y en ese pequeño espacio de tiempo pudo ver una clara cicatriz rectilínea que le cruzaba la cabeza de lado a lado. Cuando se lo volvió a poner, siguió agitando la melena.
Ángela se acercó sonriendo, le cogió de una mano y le preguntó:
–¿Nos vamos?
Apuró su copa de whisky y se levantó.
–Espera –dijo el chico de la melena. Toma. Espero que si surge la oportunidad con alguna editorial, puedas echarme un cable.
Le tendió una tarjeta con su nombre, correo electrónico y teléfono. En la parte inferior, en letra cursiva, ponía: “escritor”.
Se despidieron y salieron de allí.
–¿Qué se hizo ese pobre chico en la cabeza? –preguntó Carlos.
–¿Iván? ¿El de la melena? Nada.
–Le he visto una cicatriz terrible.
–No le pasó nada. Simplemente se quedó calvo y decidió ir a un centro de estética para que le cosieran una peluca en la cabeza. Lo que has visto era la costura. Sólo puede ocultarla con el pañuelo.

El piso de Ángela era antiguo, con olor a humedad. Las paredes tenían grietas abundantes y exhibían amplios desconchados. Caminaron por el pasillo hasta llegar a la habitación. Ángela encendió una lamparilla que les alumbró con luz íntima. Había muchos libros apilados en columnas o directamente desperdigados por el suelo. Se besaron con los cuerpos muy juntos. Carlos la empujó contra la cama y se echó encima de ella. Sonaron los muelles del somier.
–Ten cuidado –le dijo. No me gustaría que despertásemos a mi compañera de piso.
Media hora después, la luz estaba apagada y Ángela descansaba a su lado. Podía ver su triángulo de vello púbico al principio de unas largas y torneadas piernas, que se entrecruzaban con las suyas. Su rostro parecía más agradable que nunca, matizado con una ensoñadora belleza que venía del cansancio y de las sombras. Ángela le besaba el hombro y le acariciaba el cabello.
–Me gustas mucho –le dijo.
–Gracias –dijo Carlos. Tú a mí también.
–He estado pensando algo –hablaba casi en susurros con una voz que sonaba tan dulce como ingenua.
–Dime.
–Si nos echan de aquí, tendré que volver a casa con mi padre. Sabes lo que eso significaría para mí y lo mal que me sentiría. Sería un fracaso. Un paso atrás.
–Claro.
–Tú vives solo. Pero nunca me has invitado a tu piso.
–Sabes que vivo un poco lejos.
Los ojos de la chica se entornaron, decepcionados.
–Aun así... creo que tienes razón. Me gustaría invitarte a mi casa el fin de semana que viene. ¿Quieres venir?
La expresión de Ángela cambió por completo.
–¡Claro que sí! Deja la cena a mi cargo. Nunca habrán cocinado para ti igual.
–Bien. Entonces yo compro la bebida.
–¿Te das cuenta de cómo nos compenetramos?
–Sí.
Estuvo callada unos segundos.
–Si me echan, ¿podré ir a vivir contigo? Aunque sólo sea una temporada.
Carlos le acarició el cuello.
–Por supuesto. Me sentiría muy feliz. Podrás quedarte el tiempo que quieras.
Ella le tomó la cabeza con las manos y le dio un beso en los labios.
–Te quiero.
–Y yo a ti.
A las tres de la mañana, Carlos se levantó y empezó a vestirse.
–¿Te vas?
–Ya te expliqué que he de entregar ese proyecto a primera hora. En cuanto llegue a casa deberé seguir trabajando. La semana que viene no tengo nada. Podremos estar juntos todo el tiempo. Además, eres mi invitada, ¿no?
–¡Sí!
Ángela se puso unas bragas y una camiseta y lo acompañó hasta la portería. Se dieron un beso largo, muy cálido, antes de despedirse.

Condujo por la autopista en dirección a Tarragona y tomó la salida una hora después. Aparcó frente a un edificio de reciente construcción. Antes de entrar en la portería, sacó la tarjeta que le había dado el chico de la melena y la rompió en pedazos que dejó caer al suelo. Subió las escaleras y abrió la puerta cuidadosamente con la llave.
En el recibidor, se palpó la chaqueta y se encontró con el paquete de tabaco, en el que aún quedaban algunos cigarrillos. Salió al balcón y lo lanzó a la calle. Luego entró en el baño. Se lavó los dientes dos veces, se enjabonó las manos, se echó colonia por todo el cuerpo y después se sentó en el bidé y dejó el agua correr.
Entró en la habitación. Se tumbó al lado de la chica que dormía en la cama de matrimonio. Ella murmuró algo.
–Hola Raquel. Ya estoy aquí.
La chica acababa de salir de un sueño profundo.
–¿Qué tal la cena de empresa?
–Muy aburrida. Pero se empeñaron en tomar algo en la discoteca de la novia del encargado. Ya sabes cómo somos los informáticos. Para una vez que salimos...
La abrazó por detrás. Ella respiró hondamente y le dijo:
–Acuérdate de que mañana tenemos que salir pronto.
–Sí. No me he olvidado de la barbacoa.
Volvía a dormirse.
–.... quieres?
–¿Perdona?
–¿Me quieres?
Carlos le dio un beso en el cuello.
–Pues claro que te quiero, vida mía.
Se hizo a un lado y miró hacia el techo para intentar dormirse. Pensaba en la barbacoa del día siguiente. En el hermano de Raquel, un profesor de instituto que sólo sabía contar anécdotas sobre sus alumnos. En los hijos de su hermana, a los que era muy difícil soportar más de media hora sin perder la paciencia. O en su madre, que siempre estaba dispuesta a despreciar cualquier cosa que hiciera su hija. Después tuvo imágenes de la noche y de la gente a la que había conocido.
Pero no podía pegar ojo. Se sentía extraño. Era incapaz de recordar el nombre del protagonista de la película que había visto por la tarde, de aquel loco que se dedicaba a matar a golpes a las chicas que se cruzaban en su camino y que luego acariciaba a su mujer como si tal cosa.

martes, 21 de agosto de 2007

Cena para cuatro

La verdad es que sólo le apetecía quedarse toda la noche en el sofá, viendo los partidos de fútbol de la Copa América y acabando con las latas de cerveza de la nevera, pero Marta había insistido mucho con aquella cena y no le quedaba más remedio que acompañarla. Ella bajaba por las escaleras con un elegante vestido de color negro y oliendo a perfume. Apenas decía nada. Explotó cuando se metieron en el coche.
-Gracias por ir tan arreglado.
Adolfo llevaba un chándal de poliéster azul y blanco.
-¿Es tu mejor amiga, no? ¿Qué más da?
-Sabes que me hacía mucha ilusión esta cena.
Estuvieron en silencio hasta que lograron aparcar y caminaron en direccion al restaurante. En la puerta, les esperaban una chica muy delgada, vestida con un conjunto de blanco, y un tipo con camisa y pantalones que apretaba los ojos detrás de sus gafas de pasta, mientras su boca se abría y enseñaba mil dientes. La chica se llamaba Juana y trabajaba con Marta de enfermera en un hospital privado. Les presentó a su novio, Marcos, que se esforzaba en poner caras de simpatía y que miró a Adolfo de arriba abajo cuando le tendió la mano.

El lugar era muy agradable. Enseguida les llevaron a la mesa, junto a un ventanal que daba a un pequeño jardín.
-A nosotros también nos gusta mucho comer en bufés libres. Otro día podríamos ir -dijo Juana.
Marta observó de reojo a Adolfo, que tras fumarse un cigarrillo estaba demasiado ocupado con los canapés de aperitivo.
-Esos sitios están bien -siguió Juana. Puedes coger lo que quieras y sueles pagar poco.
Adolfo levantó la vista. Y quizá por eso, Marcos le preguntó su opinión al respecto.
-Bueno...
-A Adolfo no le gustan -se apresuró a aclarar Marta.
-¿Por qué? -insistió Juana.
-No me gusta tener que levantarme a coger la comida. Los platos son de mala calidad y acaban manoseados. Y además no le veo el sentido a acabar con un plato lleno de cosas que no tienen que ver y que están todas igual de malas.
Marta se alivió al ver que Juana se reía.
-Tu novio es sincero. Eso está bien.
Llegó un camarero. Pidieron los platos y al final les preguntó qué querían para beber. Marcos iba a decir algo, pero Juana se le adelantó y entonces él asintió con los ojos cerrados:
-Nosotros un agua.
-Yo también -añadió Marta.
-¿Y usted?
-Para mí una sangría, por favor -dijo Adolfo.
-¿Una copa?
-No, una sangría. Una jarra, quiero decir.
-Tenemos jarras de medio litro.
-No. Quiero la más grande. La de litro y medio.
Marcos rió.
-Te gusta beber, ¿eh?
-Sí.
Y Adolfo miró al plato, terminó con el último canapé y encendió otro cigarrillo.
Un rato después, Marta enrojeció cuando pusieron la jarra junto a su novio y éste empezó a servirse sin complejos. Por suerte ya estaban charlando sobre el trabajo, lo que servía para mantener una apariencia de atmósfera convencional e inofensiva. Marcos era informático y hablaba de los nuevos proyectos que estaba desarrollando, así como de los problemas que generaba la clientela en una empresa de creación de páginas web. Adolfo, que terminaba las copas rápidamente, se limitaba a prestar atención sin decir nada. Hasta que le preguntaron a qué se dedicaba.
-Trabajo como dependiente en una librería.
-Una librería -dijo Juana-. Oh, me encantan los libros. Hace poco nos leímos uno precioso de José Saramago. Ensayo sobre la ceguera.
-Sí, está muy bien -asintió Marcos, de nuevo con los ojos cerrados.
-Era realmente hermoso.
-Es muy bueno, la verdad. ¿Te acuerdas? Me lo dejaste -comentó Juana.
-Sí, cuando me gusta un libro necesito que mis amigos lo lean. No me puedo quedar yo sola con todo lo que me ha hecho sentir. Y ese libro es tan profundo... Te hace reflexionar sobre la sociedad actual. En el fondo todos somos unos salvajes. La naturaleza humana es triste.
-A mí me impactó -dijo Marcos. Es increíble, es tan... vanguardista...
-Exacto -Marta jugaba con la base de su copa. Esa manera de poner los diálogos me parece genial. Es un autor diferente.
En ese momento trajeron los primeros platos. Juana se quedó mirando a Adolfo mientras revolvía su ensalada de frutos secos.
-A ti te gustará mucho leer, ¿no? Si trabajas en una librería...
-Pues no. No demasiado. Quizá los diarios deportivos.
-Ah.
-Pero ahora con lo que disfruto es con los vídeos de Youtube -Adolfo hablaba con la boca abierta mientras comía.
-Ah, sí -dijo Marcos. A mí me suelen pasar unos vídeos muy cachondos y muy buenos. Cosas como Calico Electrónico, ¿verdad?
-¿Eh? No, para nada. Por ejemplo, me gusta mucho el vídeo de un moro que está hablando y de repente le pegan una colleja. Es una obra maestra.
-¿Qué? -inquirió Juana.
-Sí, bueno. Un moro, frente a la pantalla. Habla lleno de emoción. De repente, alguien que está a su espalda le suelta una colleja. Para mí eso es arte.
Ya hacía rato que Juana contemplaba a Adolfo con los ojos muy abiertos.
-¿La agresión a un magrebí te parece arte?
-No, a ver. No lo veas así. No me importa que sea... magrebí. Pero lo cierto es que lo es.
Marcos decidió participar:
-¿Te hacen gracia esos vídeos de agresiones a mendigos?
-Joder, no es lo mismo.
-No habla en serio -dijo Marta.
-¿Tan difícil es de entender? Claro que hablo en serio. Me da igual que sea un moro, pero lo es, y la verdad es que en ese momento me parece gracioso.
Marta se apresuró a introducir como pudo la historia de aquel chico que, el mes pasado, había llegado al hospital tras recibir una paliza en una discoteca. Deseaba enfriar de alguna manera las palabras de Adolfo y procurar que se callara, sobre todo teniendo en cuenta que ya llevaba cinco copas de sangría. Trajeron el segundo plato y la conversación tuvo ciertos intentos de volver a animarse. Adolfo no dijo nada más. Pero cuando hablaban sobre la necesidad de viajar mucho y visitar los lugares culturales más importantes, ocurrió algo definitivo que hizo que todos permanecieran en silencio y que tratasen de acabar con sus platos lo más rápido posible.
Un eructo rotundo y salvaje brotó de los labios de Adolfo y se expandió por toda la sala.
Cuando todos se levantaban, intentó terminar de un trago la sangría que quedaba al fondo de la jarra.

Marta no le habló hasta que se acercaron al coche.
-¿Cómo vas a conducir tú? Por favor, estás borracho.
Mientras llevaba el volante, la mirada de Marta era muy seria y húmeda.
-Espero que estés contento.
-¿Por qué iba a estar triste?
-¿Sabes qué creo? Que no eres una persona cabal.
-Bien.
-¿Te parece normal lo que ha pasado? ¿No te preocupa?
-Marta, sé muy bien que te avergüenzas de mí, así que no entiendo a qué viene esto ahora. Y si te digo la verdad, lo único que me preocupa es llegar a tiempo a casa para ver el último partido.
-Ni se te ocurra fumar en el coche -le dijo a Adolfo con indisimulada agresividad.

A la salida del restaurante, y tras una despedida algo fría, Marcos agarró a Juana del brazo cuando se encontraban a una distancia prudencial de la otra pareja.
-Menudo elemento, ¿eh?
-Sí...
Marcos continuaba hablando sobre Adolfo mientras paseaban por la calle.
-Guarro, maleducado, y encima racista. Qué joya. No tiene nada que ver con tu amiga. No entiendo que sean novios.
-Bueno, ella sabrá.
Juana miró hacia el cielo, lleno de estrellas.
-¿Y ese chándal que llevaba puesto? ¿Se puede ser más cutre?
-Bueno, ya vale, Marcos.
-Tú has visto lo mismo que yo.
-Sí, pero es el novio de mi amiga. Una gran amiga, para serte más clara. Y no me gusta que estés hablando de él de esa manera.
Entonces Marcos asintió otra vez con los ojos cerrados tras las gafas.
-De acuerdo. Perdona.
Se calló. Pero Juana ya no pudo librarse de la idea de quitarle las gafas, tirarlas al suelo y pisotearlas.

jueves, 26 de julio de 2007

El mejor referente

Por Piero

Era sábado por la noche, y ya estaba listo para salir. El mensaje de Sergio a última hora me puso de muy mal humor. No era la primera vez que me dejaba tirado con una excusa poco convincente. Seguramente, habría topado con algún maromo con quien pasar la noche y había decidido prescindir de mi plan. O simplemente se había apalancado. Pero me daba igual. Pensaba salir, aunque fuera solo. Ya encontraría a alguien para matar el rato. Al fin y al cabo, siempre éramos los mismos los que nos movíamos por estos sitios. Y estos mismos éramos los que siempre nos quejábamos de las mismas cosas: que si la gente era muy superficial, que si esto no nos aportaba nada, que el whisky era de garrafón... Pero llegaba el fin de semana y nuestras promesas de no volver por un tiempo se olvidaban al primer toque de teléfono.

Salir se había convertido en una adicción para mí. Yo al menos lo reconocía. Si no fuera así, no hubiese tenido la necesidad de repetir sábado tras sábado. Cada noche me prometía que iba a ser diferente. Que aquella vez no terminaría descontrolado y completamente borracho. Que tampoco me arrastraría la inercia de cada fin de semana... Raramente cumplía con mi propósito.

Al salir, me dije a mi mismo lo especial que era y lo mucho que algunos darían por despertar a mi lado. Podía admitirlo sin falsas modestias: no me pesaba ser un tipo que triunfaba. Me había acostumbrado a moverme entre la gente con mucha facilidad. En mi perfil psicotécnico, destacaban la sociabilidad, intuición y el buen uso de la inteligencia emocional como elementos predominantes en mi carácter. Y eran armas poderosas para que te considerasen.

Fácilmente podía encarnar al prototipo de hombre moderno que aparecía en cualquiera de los anuncios que se veían por la tele: mediana edad, con una belleza especial, preparado para competir y con una economía solvente. Algo así como el joven absolutamente preparado (JASP) que con tanta insistencia se nos machacaba en los mass-media de los 90. Me gustaba sentirme así: un hombre del momento, con carisma y fuerza para elegir el uso y ritmo de mi tiempo. Era esa idea actualizada del superhombre.

Pero no tenía pareja. Antes ni siquiera había pensado en ello. Hacía un año que me tentaba la idea. Aunque no sabía si era verdaderamente lo que deseaba. De hecho, no me entusiasmaba el modelo de relación convencional. Con frecuencia me cansaba de las personas, y me costaba mantenerme atento a los pormenores cotidianos. Y se suponía que eso era imprescindible cuando deseabas durar tiempo emparejado. De todos modos, me hubiese gustado enamorarme. O al menos creer que podría ser capaz de sentir una admiración amorosa hacia alguien que no fuera yo. Por entonces, muy pocas cosas me sorprendían. Y ése era mi problema.

Enamorarme era la única alternativa que se me planteaba en mi vida de entonces. Me nutría sobre todo de relaciones de una noche. Lo único que me ataba era sentirme ganador, el objeto más preciado de disputa. No había nada que me hiciese crecer más que la codicia sexual en ojos ajenos. Disfrutaba con los previos, sobre todo al descubrir la desesperación oculta en los gestos del que se esforzaba por conquistarme. Una vez había pasado todo, el resto era de lo más cansino: inventarse una excusa para que se fueran lo más rápido posible de casa sin que la espera se hiciese interminable... Por no hablar de cuando enviaban mensajes en plan "me ha gustado mucho, si quieres podemos repetir". Sencillamente, tener que atender a todas esas pequeñeces, que nunca conducían a nada, me gastaba mucha energía.

Aun así, aquella noche salía. Y quizá esa noche fuese la definitiva. Tenía la ilusión de dar por fin con algo distinto. Mi presentimiento era bueno, pese a que el flojo de Sergio me había dejado tirado. Me arreglé ante el espejo. El olor a vainilla dulce de Le male invadía todos los rincones de mi habitación. Me gustaba lo que podía ver. Generalmente me encontraban un notable parecido con Joaquim Phoenix, ese actor medio alternativo con un hermano que se dio a las drogas. El mismo. Mis labios eran igual de gruesos y rojizos. Mis ojos, grandes y claros. Mis facciones simétricas y marcadas. Eso sí, mi cuerpo estaba mucho más trabajado, mis brazos eran puro músculo. Una especie de complacencia interna se revolvía dentro de mí.

-Ésta será mi noche -me dije, mirándome a los ojos, antes de salir. El plantó de Sergio empezaba a dejarme de preocupar.

Tomé el taxi hasta el Salvation. Como siempre, la cola llegaba cinco metros más allá de la entrada. Me encontré con Ignacio. Estaba algo nervioso. Al parecer, las cosas no le funcionaban muy bien profesionalmente, y temía ser destituido por la directiva. Necesitaba hablar, y como aún era pronto, empezamos a beber. A los veinte minutos aquello se estaba llenando, y mientras tanto Ignacio continuaba hablando de sus socios alemanes y los flujos de capital. Cuanto más insistía en el tema, más me daba por reírme. Y no era porque lo tomara a la ligera, simplemente me parecía absurdo haber ido allí para terminar charlando sobre asuntos que no me interesaban en absoluto. Sin duda, aquello no era mi plan. Además, cuando bebía se me ponía la risa tonta y se me hacía imposible contenerla.

-Que te follen, mamón. Ya me llamarás cuando estés menos borracho y necesites invertir -es lo último que creo recordar que me dijo.

-Qué poco sentido del humor que tiene -pensé para mis adentros. Cuando reaccioné, ya era demasiado tarde para tratar de alcanzarle. Lo había perdido de vista.

Me puse serio. No me gustaba que la gente se enfadase conmigo, y mucho menos cuando no lo pretendía. Tan sólo fui yo mismo al tratar el asunto con desenfado. Mi actitud con él no había sido consecuencia del alcohol. Además, le podría ir muy mal en el trabajo, pero Ignacio tenía mucha vista para los negocios. Era un contacto que no me podía permitir perder. Quizá el lunes le invitaría a comer, por si algo podía solucionarse. Bastaba sólo con escuchar y asentir con cara de "cuánto te comprendo, aquí tienes un amigo".

Me sentía enrabiado por lo sucedido. Y todo aquello me hastiaba. En la sala no paraba de entrar gente y más gente. Todos sudados por la poca ventilación y rozándose entre sí en un gesto que aparentaba ser fortuito. Intenté establecer contacto visual con un par de tipos, pero ambos lo rechazaron. Hijos de puta. ¿Se creerían mejores que yo?

-Andrés, ponme otro JB con Red Bull.

El camarero también estuvo muy seco conmigo. Me lo había follado en un par de ocasiones. Después insistió en que volviéramos a quedar, pero más en plan de conocernos, y a mí en ese periodo no me apetecía, la verdad. Así que no nos lo volvimos a montar más, y él comenzó a comportarse menos amistosamente conmigo cada vez que nos encontrábamos.

Me estaba asqueando. Todo era incómodo en aquel lugar: el poco espacio, el humo, la falta de aire, la gente. Un par de borrachos bailaban a mi lado como si toda la pista fuera suya.

-Putos gilipollas. Se creen el ombligo del mundo y no saben contenerse cuando hay más gente alrededor -pensé. Y luego di una vuelta por si me topaba con Freddy.

Como siempre, Freddy estaba apoyado en la columna, muy cerca de los lavabos.

-¿Cómo va todo, Freddy? ¿Te queda algo?
-No demasiado. De momento es pronto. Pero, bueno, ya sabes que siempre tengo unas cuantas para ti. Menuda mierda de música que están pinchando hoy. ¿Cuántas quieres?
-Dame unas cinco. Igual después me apetece irme de after.
-Ok, pero ni se te ocurra metértelas todas de golpe, que ya vas algo pasado. A ver si la vas a liar, con lo tranquilo que está todo últimamente. Ah, coge un par de chicles. Son de esos que se te pegan al paladar y no hay que masticar. A ver si se te refresca la boca.
-Gracias, tío. Me voy para adentro, a ver quién cae.

Al poco tiempo comenzaba a sentirme mejor. Ya no me sentía tan incómodo entre tanto hijo de puta. Si Ignacio se había molestado, allá él. Si Andrés no me dirigía la palabra porque no le daba más por culo, que se jorobase, pero que entre todos me dejaran en paz. Comenzaba a estar harto de tanta presión. Se me hacía muy pesado tratar constantemente de que todo estuviera bien en mi mundo. A veces me creía que las cosas eran así, pero otras me daba con un canto en los dientes. Me esforzaba en mostrarme eficiente con cuantos me rodeaban: ser el mejor profesional, el mejor amigo, el mejor amante. Quería ser el mejor referente para los otros: Darío el perfecto. El que enamora a hombres y mujeres. Darío el seguro de sí mismo. Darío el encantador. Darío el solvente. Darío...

Pocos sabían que Darío ni siquiera era mi verdadero nombre. Me lo cambié legalmente a los veintiséis años, cuando comenzaba a hacerme un hueco en la ciudad. Mi anterior nombre me avergonzaba. Era de lo más vulgar, casi de pueblo, así que opté por cambiármelo antes que presentarme con algo que me delatara.

-Buenas tardes Mr. Thomas. Le presento a Darío Soto. Es nuestro director administrativo financiero. Una de las jóvenes promesas de la empresa. Gracias a una iniciativa suya, en tan sólo dos años ha aumentado muy considerablemente nuestra productividad en los países del Este. Ni que decir que gracias a su trabajo ha sabido ganarse la confianza y el apoyo de toda la directiva general-. Entonces el Sr. Thomas me tendía la mano, quizá aprobando mi aspecto intachable.

La consideración ajena. Tremenda droga adictiva. Dependía del deseo y la aprobación del ojo anónimo para poder sentirme bien conmigo mismo. No existía peor fracaso que pasar desapercibido entre la multitud. Simplemente, comprobaba que podía llegar a ser fuerte a pesar de tanta debilidad interna.

Pero ahora ya estaba bien. Se me estaban pasando el enfado y los miedos. Me hice paso entre la masa de la discoteca a empujones. Si alguien se rebotaba, que me encarase. Yo le hubiese dado mis razones. Me tomé otra pastilla. Temí que el efecto me bajara enseguida, ahora que comenzaba a sentirme bien nuevamente. Subí a la tarima y comencé a bailar al ritmo de una remezcla de The Bloodhound Gang (¡Dios, cuántos años tenía ya esta canción!).

You and me baby ain't nothin' but mammals, so let's do it like they do in the discovery channel. Sonaba potente desde el altavoz. Me sentía invadido por los efectos de la droga y el alcohol. Cerraba los ojos y la sensación de ingravidez me hacía sentir feliz. Me imaginaba bailando, siendo observado y deseado a la vez. Comenzaba a notar un intenso frenesí sexual.

Me quité la camiseta, sentía el sudor en mi cuerpo y un fuerte olor a tabaco. No paraba de moverme. Sin apenas advertirlo, ya me estaba besando con un tipo que debía de estar al acecho, cerca de mí.

Sweet baby, sweet baby, sex is a Texas draught. Sentía su boca seca dentro de la mía. Nuestras lenguas se atropellaban una a otra. Cada vez me costaba más mantener el peso de mi cuerpo. Él me sujetaba desde la cintura y por eso controlaba el equilibrio. Mis manos trataban de acariciar sus formas, pero casi no podía percibir nada. Algo me intranquilizó. Sumergió sus manos en mis pantalones y con los dedos intentó toquetearme el culo.

No me gustaba ser pasivo. Que me penetrasen era mi mayor límite sexual. Las pocas veces en que lo fui, había terminado por sentirme casi enamorado de las personas que lo habían hecho. En esos momentos, era como si creciera en mí una especie de sentimiento femenino de dependencia y control de la otra persona. Mi mente debía de asociar la dominación sexual con la entrega y la confianza de quien se deja amar. Algunos de ellos eran absolutos desconocidos, así que se puede imaginar lo dañino que podía llegar a ser colgarse de alguien que pensaba que yo sólo era un rollo de una noche. Por este motivo, había decidido ser yo el que tomaba la iniciativa en las relaciones. Si no querían que les penetrase, ahí no había nada de nada, sólo caricias, mamadas y masturbaciones mútuas.

Así que empujé al tipo con el que me estaba besando. Bueno, digo empujar por decir algo, porque estaba tan colocado que no tenía fuerzas para nada. Fue entonces cuando me fijé en él. Su imagen bajo los focos me impactó. Era un hombre de unos cincuenta años, por las facciones quizá extranjero, gordo y descuidado. Se acercó a mí con un susurro, como tranquilizándome, y me dejé abrazar. La música ya no sonaba tan envolvente, y entre sus brazos sólo tenía ganas de llorar. ¿Era eso aquello tan especial que esperaba encontrar esa misma noche? Apoyé mi cabeza en su hombro, sin querer pensar en nada más.

Me odiaba cuando me creía mis propias mentiras. Todo era apariencia. Nadie conocía a nadie, ni siquiera uno mismo llegaba a conocerse. Mi vida estaba sobrada de colegas que iban y venían, de rutinas de diez horas diarias de trabajo más dos de gimnasio. Los fines de semana no hacía más que salir, colocarme, follar y dormir. Y así semana tras semana. ¿Qué estaba haciendo para que todo fuera así? Desde luego, daba por terminada mi noche.

El guiri buscó mis labios con sus dedos y me introdujo una pastillita como las que vendía Freddy. Era una buena idea tomarla, quizá así volviese a sentirme mejor. La evasión debía acabar con todo eso.

No sé cuánto tiempo estuvimos abrazados. Recuerdo que entre tanto intentaba besarme, y que yo me dejaba. Cuando me daba cuenta de quién era, y mis reflejos me lo permitían, trataba de apartarlo. Pero había comenzado a tener frío. Así que él recogió mi camiseta y me la puso. Me sujetó por la espalda, y juntos conseguimos salir de la discoteca. Pidió un taxi.

Creía que en el fondo el guiri no debía de ser mal tipo. Seguramente, viendo cómo estaba, había pensado que me sentaría mejor algo de aire fresco. Era posible que incluso me llevara a casa y me dejase durmiendo. Sólo esperaba que fuese de fiar y no me robara nada. O que no se enamorase simplemente porque se había hecho cargo de mí. Allí, tumbado en el taxi, podía verlo mejor. Era repulsivo. Su cabeza calva y pálida tenía la forma de una calabaza. Disimulaba su falta de labios con una perilla bien trabajada. Sus ojos eran claros y pequeños como canicas. Había mucha luz en su mirada, y yo me dejaba coger las manos. El paisaje urbano se sucedía a través de las ventanas. El coche olía a gasolina y tabaco. Cerraba los ojos, porque no podía ni sostenerme.

Paramos y esta vez me dejé arrastrar por él. Entramos en un lugar que no parecía mi casa. De hecho, todo aquello no tenía pinta de vivienda. Más bien, parecía el vestuario de un gimnasio. Me desnudó y me ayudó a darme una ducha. Sin duda era una buena idea, porque así me despejaría y me sentiría mejor para dormir. Sin secarme, me puso una toalla por la cintura y me condujo a una de las habitaciones. Podía ver gente entre los pasillos. La mayoría se giraban al verme pasar tan drogado. Todos ellos también estaban desnudos.

Aquello era una sauna. Lo comprendí cuando me encontré tumbado boca arriba en una camilla y con el guiri encima de mí, penetrándome. Su cuerpo pálido me daba asco. Asomaba algo de pelo por su pecho y barriga. De vez en cuando intentaba besarme, pero yo giraba la cara para evitar ese contacto. No tenía fuerzas para resistirme, y mucho menos para gritar y ser escuchado. Dejarme llevar hasta allí había sido un gran error, así que cerré los ojos esperando a que todo aquello terminara de una vez.

Sentía cada vez más fuertes las embestidas de su pene. El dolor era humillante. Comenzaba a percibir sudor en su cuerpo. Debí quedarme medio inconsciente.

Cuando abrí los ojos, ya no era él quien me montaba. Era otro tipo algo más joven y delgado. No alcanzaba a ver qué ocurría. Pero sí bastantes personas a mi alrededor. Todos desnudos y esperando turno. Observé que el guiri marchaba y me dejaba sólo ante aquella multitud expectante.

-¿Seguro que este tío está bien? No hace más que balbucear.
-Que sí, ¿si no que haría aquí? Lo que pasa es que es un sumiso de ésos que le mola ir de guarro calientapollas. Es curioso, en las discotecas estos guaperas son los que van de estirados, pero cuando les da el calentón son más putas que todos nosotros juntos.

A continuación me escupieron en la cara. Mi única defensa instintiva fue la de taparme la boca con la mano, como si aquello me fuera a ayudar en algo.

-Joder tío, me estoy poniendo supercachondo, no creo que aguante mucho más.
-Está buenísimo. Fíjate que músculos.
-Cerdo... ¿Te mola que te folle con mi polla? ¿A que sí? Mira, qué dura y gruesa. ¿A que nunca te han follado así? Dí que sí, cerdo.
-¿Le damos la vuelta?

Recordé momentos de mi infancia en los que aún no había descubierto la sexualidad. Pensaba en lo feliz que fui en aquella época. Veraneando en la playa bajo la supervisión atenta de mis padres. Mi madre tumbada, tomando el sol. Yo mostrándome ante ella siempre que podía. Disfrutaba con su aprobación. Por entonces, para mí aquello era el éxito. Mi madre era la única persona a la que seguía amando.

También me recordaba con veinte años, cuando empecé a dejarme seducir por la ciudad. Podía sentir el infinito, sobrevolando esa hilera de edificios altos y luminosos. Con curiosidad me preguntaba qué se escondía detrás de todo aquello, y cuál sería el lugar que yo ocuparía.

-Mierda, está sangrando por el culo.
-Va, dejadlo ya.
-Espera, que me corro encima.

Me despertaron al día siguiente. Ya era media tarde.

-Disculpa, ¿te importa si utilizamos esta habitación? Es que las otras ya están cogidas. Si sólo estás durmiendo, igual no te molesta que nos pongamos a un lado.

Me fui con la cabeza baja. Me dolía todo. Sentía una fuerte presión en el estomago. Por fortuna, dejaron la llave de mi taquilla bajo la mesa y pude cambiarme rápidamente. No me faltaba nada.

En media hora ya me estaba dando una ducha en casa. Sentía el ánimo por los suelos. No podía pensar en qué hacer con lo sucedido. Quizá me lo habían hecho sin condón, o tenía un desgarro, o todo aquello me iba a dejar secuelas. Llamé a casa. Se puso mi madre.

-¿Dígame? ¿Quién es?
-Hola, mamá.
-¡Lauro! ¡Qué bien! ¿Cómo estás? Hace tanto que no sé de ti... ¿Lauro? ¿Me oyes?
-Sí.
-¿Te pasa algo? Te encuentro muy raro.
-Bueno. Estoy bien.
-¿Te has enfadado conmigo por algo? Hijo, dime la verdad.
-Mamá, te quie...

Noté que empezaba a llorar y que no iba a ser capaz de controlarlo. Colgué el teléfono.

jueves, 19 de julio de 2007

Todos estamos solos

Laura camina junto a su amiga Rebeca, ella rubia, estilizada, con unas gafas de sol perfectamente acopladas entre su larga y sedosa melena, y la otra bajita, algo rellena y con el pelo rizado, asintiendo ante lo que le dice. Sin duda, hay algo inquietante en las tiendas de ropa de barrio, son carcomidas y apolilladas, como si se hubieran quedado detenidas a finales de los setenta, y mientras Laura efectúa un completo examen de todos estos detalles que la horrorizan, las dos suben por una pequeña rampa en la misma esquina donde un toldo protege una fachada en obras. Entonces alguien, ahí arriba, hace un vertido de escombros, y casi imperceptiblemente una piedra descuidada y triangular cae por el borde del tubo y golpea con fuerza en la cabeza de Laura. La chica se desploma inmediatamente en el suelo, y a Rebeca le sorprende no tanto el charco de sangre que se va expandiendo, como esa extraña y absurda sonrisa que se dibuja en la cara de Laura, con los ojos bien abiertos, mientras sus piernas hacen un ademán de querer seguir caminando en el aire.

Manuel está sentado en una silla acolchada de la habitación del hospital, con la cara entre las manos acariciándose la barba que hace dos días que no se afeita, y haciendo esfuerzos por controlar el abrumador cansancio que le ha calado en los huesos. Desde el accidente apenas ha dado un par de cabezadas, pero la preocupación y el desconcierto le impiden tomarse las cosas con calma, al menos hasta que haya algo seguro. Se levanta y se asoma a la ventana, donde el sol empieza a esconderse en el declive de la tarde. Le apetece salir y comprar una bebida en la cafetería, pero se siente incapaz de dejar sola a Laura, perdida en su sueño, porque le domina la extraña idea de que en cuanto él marche la perderá para siempre. Las palabras del doctor en su última visita le han puesto nervioso, no se ha detectado nada anómalo en el escáner, aunque podría haber complicaciones. Tan sólo es cuestión de esperar, y a cada pequeño golpe de respiración su corazón se acelera, va corriendo a postrarse ante esa chica, rubia y delicada, con la cabeza vendada, y desea que todo salga adelante. En los jardines del hospital un anciano con tacatá camina poco a poco, y Manuel se entretiene en su piel arrugada, en sus brazos llenos de manchas y en las suposiciones sobre cuánto le quedará de vida, hasta tal punto que sólo pasado un rato escucha ese murmullo a sus espaldas, etéreo, incoherente. Se gira, se agacha y comprueba que, al fin, su chica ha abierto los ojos.
-¿Quién eres?
-Cariño.
Le toma las manos y le invade un amor profundo, sincero, que le emborrona los ojos de lágrimas y le hace olvidar cualquier posibilidad de daños funcionales que ha escuchado en las interminables horas ya pasadas.

Un año después, el calor del verano aprieta y Laura se apresura a entrar en la horchatería de la calle Aribau, donde le envuelve una nube fresca de aire acondicionado. Absorbe el aroma de los helados de chocolate y de vainilla, hasta que en la mesa del fondo su amiga Rebeca sonríe y levanta la mano. Se sienta frente a ella. Rebeca fuma un cigarrillo. Le pregunta:
-¿Cómo estás?
Laura deja su bolso a un lado y suspira. Pide un batido de chocolate.
-Estoy muy mal. No sé nada de él desde hace dos días.
-Quizá ya te va bien así.
-Lo estoy pasando fatal.
-No es algo que te venga de nuevo.
Rebeca aplasta su cigarro contra el cenicero. Saca otro de la cajetilla y lo enciende.
-Lo sé. Pero es que Juan Luis no es una persona normal -dice Laura.
-Ya conoces mi opinión sobre él.
-Lo peor de todo es que le ha podido pasar cualquier cosa. Estoy preocupada.
-Claro. Como la última vez.
Laura empieza a preguntarse si ha sido buena idea quedar con Rebeca.
-No es lo mismo. Ahora nos iba muy bien.
-Aquella vez estuvo perdido dos días con otra chica.
-Es normal que pienses así. Pero es que yo lo conozco de verdad. Deberías pasar por una relación para saber a qué me refiero.
Se arrepiente de haber dicho esto en cuanto termina la frase. Su amiga se limita a cruzar las piernas, apoya su cara en una mano y da una larga calada al pitillo.
-Es cierto -dice Rebeca-, yo siempre he estado sola y no tengo ni idea. Y aun así preferiría seguir estándolo a tener algo que ver con ese tipo.
-No me entiendes.
Rebeca exhala un largo chorro de humo y luego mira a su amiga, que está retorciendo el envoltorio de plástico del paquete de tabaco.
-Por cierto, ¿sabes algo de Manuel?
-¿Manuel? No.
Laura agacha la cabeza unos segundos y luego la alza, se retira el cabello de la cara y contempla fijamente a su amiga. Rebeca observa que sus dos ojos, enormes y azules, se han humedecido y parecen a punto de estallar en lágrimas.
-Es que lo amo. ¿Comprendes? Necesito a Juan Luis. Le quiero.

Palpa con la mano el interruptor y enciende la luz pensando que Mercedes saldrá corriendo en cuanto vea el estado de su piso. Pero al contrario, ella sonríe y entonces Manuel se siente más cómodo.
-Lo tienes todo muy desordenado.
-Sí. Perdona.
La chica se adelanta y se agacha para recoger unos pantalones tejanos tirados frente al televisor. Los deja en un sofá. Contempla la mesa, los ceniceros desbordados de colillas y las latas de cerveza vacías, y después se acerca al mueble. Empieza a inspeccionar con curiosidad los marcos sin fotografías dentro. Los coge y les da varias vueltas, para luego dejarlos de nuevo donde estaban y encoger los hombros.
-Te voy a preparar una copa -dice Manuel.
Entra en la cocina y limpia un vaso largo del fregadero. Después busca la botella de vodka, hasta que la encuentra junto a la basura, pero todavía llena por la mitad. Carga el vaso y le añade limonada y cubitos. Sin que se dé cuenta, Mercedes le abraza desde detrás. Manuel se gira con la copa en una mano. Ella la toma y bebe un sorbo.
-Está muy bueno.
Y entonces deja la copa en el mármol y le da un beso pausado, íntimo, minucioso, hasta que se separan y Mercedes le acaricia la mejilla.
-Lo haces muy bien.
-Gracias.
Ella se acerca para darle otro beso, y Manuel lo recibe porque quiere disfrutarlo. Sin embargo, no deja de ser consciente de que cuando sus labios se unan, cuando llegue la dulzura y el deseo, no serán los labios de Mercedes los que le estén besando, sino otros muy distintos y lejanos, que reclamarán su presencia desde un rincón profundo de su espíritu, y que emergerán con calor vivo mientras mantenga los ojos cerrados.

sábado, 16 de junio de 2007

El novio de Mar

Ya es sábado y eso a Mar le gusta, desde que se despierta y le prepara el desayuno a su hermano, hasta que ven una película después de comer y la tarde empieza a apagarse a través del balcón. Le llama su amiga Elena y Mar le dice que esa noche no puede quedar, porque Carlos vendrá a buscarla. Antes de meterse en el baño escucha la voz excitada de su padre, que acaba de llegar y recorre el pasillo.

-¿Has visto lo que he recibido?

Sobre la palma de la mano tiene un pequeño objeto de plástico gris, con una bombilla de color rojo en la parte superior.

-¿Qué es eso?
-Lo pedí de importación. Es un aparato japonés que me ha costado trescientos euros. Sirve para detectar ectoplasmas.
-¿Ectoplasmas?
-Sí. Cuando hay cerca una presencia... paranormal... a un radio de cien metros, la luz se ilumina.

Mar se mete en la ducha y mientras observa sus pechos, que encuentra un tanto caídos, le viene a la cabeza el recuerdo de aquella tarde, hace muchos años, cuando eran pequeños y pasaban los fines de semana en la torre del campo. Puede ver otra vez a su padre con la mirada desencajada, la vena del cuello hinchada y palpitante, sudando y diciendo que ha visto algo muy raro en el cielo. Cierra la puerta con llave, entra en el almacén, vuelve con un hacha y destroza la mesa y las sillas, y después clava los trozos de madera contra las ventanas. Sube a su habitación y vuelve con la escopeta de caza. Ellos lloran y él les pide que no se asusten. Estuvieron así, sentados en el sofá sin moverse, el resto de la noche y parte de la mañana siguiente.

Pasa media hora alisándose el cabello y al acabar le gusta y cree que hoy le queda especialmente bien. Se pone unos tejanos y una blusa de color rojo, después rocía con Agua de Rosas su cuello y los brazos, se frota las muñecas y las huele. En el comedor, su padre y su hermano ven por televisión un debate sobre política. El padre asiente cuando habla Pedro J. Ramírez y reniega ante los discursos de Miguel Ángel Aguilar.

-Yo soy catalán y a mí no me tienen que obligar a hablar en catalán si no quiero.

Carlos debería hacerle una llamada perdida a las diez para que bajase. Ya son casi las once. Tiene ganas de llorar y le duele la barriga por los nervios, pero se niega a enviarle un mensaje porque sabía perfectamente que habían quedado. Ante todo, Mar cree que su orgullo debe quedar resguardado y que en cualquier caso, de ese modo podrá demostrarle que no es tan importante para ella. Se olvida de todo en cuanto el móvil suena, a las once y media, y entonces se dispone a bajar las escaleras tan rápido que ni siquiera se despide de su padre, que ahora da cabezadas en el sofá con un libro de J. J. Benítez entre las manos.

El Twingo amarillo de Carlos está parado frente a su portería.

-Habíamos quedado a las diez -dice ella al abrir.
-Ya.
-¿Qué ha pasado?
-He tenido... un partido de fútbol.

Arranca el coche y Mar sólo piensa en que, una vez más, no ha mostrado ninguna intención de besarla.

Cruzan el barrio de San Martín, solitario, y luego desde la ronda del litoral siguen por Paralelo y suben las cuestas inclinadas de Montjuïch. Carlos baja la ventanilla y el coche se llena de un aire fresco y con olor a césped y a árboles. Los matorrales rodean la calzada, y cada vez hay más sombras fugaces de cosas que parecen personas. Llevan mucho rato en silencio.

-¿Qué tal la semana? -pregunta ella.
-Bien.

Carlos aparca en la zona más oscura de una explanada sin iluminación y, en silencio, reclina el asiento y comienza a desabrocharse los pantalones.

Una hora más tarde, Mar ya se ha puesto su pijama de ovejitas y trata de dormir fuertemente abrazada a un peluche. Al final no puede evitar llorar, hasta que la almohada queda húmeda. Pasados unos minutos, observa con cierto alivio las sombras que la luz de la calle estampa sobre la pared.

Va al baño mucho más tranquila, y al salir se da cuenta de que a través de la puerta del comedor brilla una extraña luz roja. Entra en la sala, enciende la lámpara y recoge el pequeño objeto de plástico con una bombilla que su padre le ha enseñado esa misma tarde. En cuanto lo agita en su mano, la luz de la bombilla se hace intermitente y acaba apagándose.

Otra vez en su habitación, bien cubierta por la sábana y dispuesta a dejarse caer en un profundo y tentador abismo, sabe que, mañana, volverá a abrir su álbum para contemplar la imagen de Carlos, tan guapo y sonriente, vestido con su traje para jugar al golf, y seguirá con su dedo índice el contorno de los corazones rosas que un día dibujó a su alrededor.

martes, 22 de mayo de 2007

Detroit

Con la mirada fija, sentado en el sofá y una copa de vino en la mano, sólo le hace falta un pequeño punto más de embeleso para convertirse en algo así como un prototipo espiritual, una dosis más de admiración que le complemente como un sombrero, a modo de plácida aureola que todos pueden sentir si se esfuerzan un poco en ser sagaces. La escucha hablar y se siente tan entregado que piensa en aviones volando armónicamente por encima de las nubes, libres, veloces, y aunque es consciente de que ahora el alcohol exagera un poco sus emociones, ya desde comienzos de la noche, cuando la ha visto con esa elegante y ligera chaqueta azul, con esos vaqueros claros y ajustados sinuosamente a sus piernas, y el cabello largo, liso, caoba, tan arreglado y tan perfecto y tan a juego con sus ojos verdes que brillan como calderas, ha recordado esas fantasías que tiene desde pequeño, que le hablan de un amor ideal, transparente, feliz.

Ella se agita, nerviosa, desde su parte del sofá, y le transmite una ingenuidad tan encantadora que intenta no hacer demasiado caso de sus palabras. Se enfada un poco porque nadie está de acuerdo. Y él sólo espera la próxima vez que se le acerque más para sentir el calor emocionante de su piel.

-Me da igual lo que penséis de mí. Mis objetivos en la vida están por encima del amor.

Un tipo sentado en una silla le dice, con una sonrisa sarcástica que mantiene desde hace varios minutos:

-¿Me estás diciendo que podrías controlar enamorarte de alguien?
-Sí.
-¿Seguro?
-Bueno... puede surgir. Pero no haría que cambiase nada de lo que tengo planeado. No llegaría al punto en que me condicionara.

La chica guapa y maquillada sentada a la izquierda cruza las piernas dentro de su falda, coge un cigarrillo de un paquete de la mesa y mientras lo enciende, la mira y le pregunta.

-¿Cuáles son tus planes?
-Quiero vivir una temporada fuera. Quiero irme a Detroit. A trabajar como relaciones públicas.
-¿Y si a tu pareja no le importara irse contigo?
-Es imposible que no le importase. Dejaría muchas cosas por mí y no sería feliz. Yo no haría eso por él.

Más vino, más palabras, y ella continúa nerviosa y levantándose un poco del sofá para luego volver a sentarse, mesarse el cabello y hablar moviendo los brazos. Entonces el chico alto de la perilla, que no deja de fumar pero que de vez en cuando hace alguna pregunta aguda que aporta muchas cosas nuevas, dice, con su suave, inofensiva voz:

-¿Os gusta alguien ahora?
-No. A mí no. Ahora no quiero nada de eso.

Ella niega con la cabeza ostensiblemente y se echa hacia atrás en el sofá.

-¿Y a ti?

Abre los ojos como si hubiera estado en otro sitio hasta ese momento, enrojece, deja pasar unos segundos, toma un pequeño trago de vino y entonces dice con un tono sincero y convencido:

-Pues a mí sí.

Lentamente, la luz del día empieza a filtrarse por el ventanal de la sala. Nadie está cansado, hay todavía muchas cosas que discutir, pero ninguna cajetilla de tabaco tiene ya cigarros y una incomodidad elástica y ansiosa se transmite en el aire. Hasta que él le pone una mano en la rodilla, se incorpora y dice:

-Voy a comprar tabaco. ¿Quién me acompaña?

Y ella dice lo que estaba soñando escuchar en ese mismo momento.

-¡Yo voy contigo!

Afuera llueve. Pero los charcos de la acera son alegres y amigables. Ella le ha cogido del brazo y caminan los dos muy juntos bajo el paraguas. Puede oler fácilmente el aroma limpio de su cabello, lo hace una y otra vez sin que ella se dé cuenta, suben la calle poco a poco y a él le gustaría que no terminasen de recorrerla nunca.

-¿Crees que soy una persona interesante?
-Mucho -le dice ella. Pero eso ya te lo habrán dicho muchas chicas.
-¿Por qué lo crees?
-No sé... Me pareces muy atractivo... eres inteligente y culto.

Entran en un bar. Compran una cantidad exagerada de paquetes de tabaco. Después salen y antes de doblar la esquina, su cuello está tan moreno, tan cerca, que agacha la cabeza y lo besa con ternura. Sus ojos se encuentran. Ella lo mira insegura, desconcertada por unos instantes.

-¿Por qué has hecho eso?
-No lo he podido evitar.

Caminan sin decir nada. Pero no se separan.

-¿Ha sido un beso de amistad?
-No.

A la altura de un parque con el suelo de tierra húmedo, la besa de nuevo, esta vez en la sien, pero con la misma delicadeza. Le da la impresión de que la sangre le circula a golpes de velocidad que le dejan momentáneamente en blanco.

-¿Qué esperas de mí? ¿Quieres liarte conmigo?
-No sólo eso. Me gustas mucho.
-¿No te da miedo lo que he explicado de mí?
-¿Por qué?
-Ya sabes cuáles son mis planes.
-No me importa.
-¿Me acompañarías a Detroit?
-¿Por qué no?
-Podría funcionar mal.
-Aún falta mucho para eso.
-No me beses más, por favor.
-¿No te gusto?
-Sabes que no es eso. Pero no quiero que nada cambie.
-No tiene por qué cambiar nada. No tengo prisa.
-Quiero que nos conozcamos más y decidir poco a poco.
-Bien.

Suben al piso y siguen bebiendo, fumando y charlando con sus amigos durante varias horas más. A la hora de despedirse, le deja un CD de música brasileña porque ella ha dicho que le encanta, y aprovecha para darle un beso más, esta vez dentro de los cauces normales de la amistad más bienintencionada, y no obstante lo disfruta de la misma manera.

El resto del día procura no dejarse llevar por esa fuerza que brota sin orden, desde una parte profunda de su alma, y que le empuja a formular fantasías locas, a imaginar felicidades hipotéticas, a tumbarse en la cama sin hacer nada y recrearse en la sensación cálida y placentera que su vientre le proporciona en gloriosas ráfagas. Durante la semana se centra en la rutina y trata de controlar sus pensamientos, pero cada vez que suena el móvil el corazón le late rápido y le falta el aire, hasta que comprueba que no es ella. Seis días después, aún no sabe si le gustó el disco.

Se ha esforzado en que no sea de ese modo, pero al llegar a casa de su amigo debe reconocerse a sí mismo que quiere saber definitivamente si también estará ella. Llama al interfono, su amigo le abre y mientras sube las escaleras intenta escuchar su voz o, al menos, alguna pequeña pista de que anda por ahí. Cruza la puerta, recorre el pasillo hasta la habitación y su amigo está solo, sentado en el suelo y bebiendo una botella de vino.

-¡Ey!
-Buenas.

Le sirve una copa, se sienta en un cojín y la bebe sin hablar de lo que realmente desea, sin preguntar sobre lo que quiere saber. La luz de la habitación se le hace apagada, ajena a su presencia. No quiere darse cuenta, pero un vacío desolador le recorre las entrañas y piensa que la vida es un bosque de piedra solitario, laberíntico, silencioso y estéril. Únicamente escapa de esta sensación contundente cuando su amigo le dice que antes ha hablado con ella.

-Es verdad. ¿Por qué no ha venido?
-Estaba un poco cansada. Y tenía algunas cosas que hacer. Estudiar, creo.
-¿Estudiar?

Su amigo se levanta y hace clic en un archivo mp3. Los Smiths y sus guitarras otoñales abrigan la voz de Morrissey, el cual parece cantar sin ganas una frase que, sin embargo, suena extrañamente intensa y viva: y si un autobús doble choca contra nosotros, morir a tu lado sería una maravillosa manera de morir.

-Bueno, sí. Ya sabes que es una chica muy responsable.

martes, 8 de mayo de 2007

Mar

Martina, Mar para los amigos, es una chica muy guapa y dulce y agradable que acabó hace poco la carrera de traducción e interpretación y que ahora estudia un módulo de lenguaje de sordos. Ya casi es verano y se acaban las clases, y Mar se siente muy bien junto a su nuevo novio, una mole de casi dos metros que la lleva a discotecas y a Burger Kings y especialmente a Pastafiores, porque a ella le encanta la pizza. Se sientan en una mesa, piden, su novio le cuenta algo de la construcción en la que trabaja, y Mar, mientras tanto, piensa en que ese fin de semana le gustaría mucho ir al cumpleaños de su mejor amiga, Vanesa, en una sala de salsa y merengue.

(Pero le ha prometido a su novio que irá a verle a ese partido de fútbol tan importante para su equipo.)

Al día siguiente, Mar sale de su trabajo de teleoperadora, toma el metro y llega a casa. Su madre ya está preparando la comida y le pide que la ayude a poner la mesa. Después se sientan todos con el televisor encendido y nadie dice nada mientras engullen unos macarrones con foie-gras. A las cuatro, Mar sube al metro otra vez y va hacia el instituto donde estudia el módulo. Por el camino ve a una pareja y entonces se acuerda de un novio que tuvo hace un par de años. Un chico guapo y musculado y algo mayor que ella. Empezó a estudiar en ese instituto cuando todavía estaba con él. Le vienen a la mente los paseos por las Ramblas cogidos de la mano. Pero también recuerda muchas otras cosas.

Sus amigos siempre le decían que era un tipo muy extraño. Cuando iban a discotecas y se ponían todos en corrillo a bailar, él iba directo hacia la barra y tomaba un cubata tras otro porque no sabía divertirse de otra manera. A Mar también le agobiaba mucho su manía de pasarse varias horas visitando librerías y gastándose un dineral. Un día quiso regalarle un libro.

-A mí leer no me gusta -le dijo ella con total sinceridad.

Estuvieron juntos varios meses porque al fin y al cabo él la trataba muy bien. La invitaba a cenar a sitios caros y le pagaba los Smirnoff con Red-bull y era muy cariñoso, aunque no se relacionara demasiado con sus amigos. Y además siempre sabía darle una solución a sus problemas, encontraba el camino más lógico y correcto y por ese motivo le encantaba recibir su apoyo. Pero al pensar en esto, no puede evitar sentir una pequeña incomodidad, un vago resquicio de lo mismo que experimentaba aquellas noches que él se abrazaba a ella y le explicaba lo que le pasaba por dentro y ella quería dormir y se sentía fuera de lugar. A veces él se mostraba perdido y a Mar no le resultaba atractivo su desamparo. Prefería verlo con sus camisetas ajustadas, apoyado en la columna de una discoteca mientras esperaba a que ella saliese del lavabo, con un aspecto de chulo que hacía que el pulso le temblara y el corazón le enloqueciera.

Piensa en todo lo que llevó la relación a su fin. Por ejemplo, aquella vez que él la invitó a cenar a un sitio muy lujoso y con unos platos demasiado raros y un camarero que constantemente rellenaba la copa de vino. Mar nunca había visto esa cantidad en la cuenta de un restaurante, pero él puso la tarjeta sobre el plato con una amplia sonrisa y después le pasó el brazo por los hombros y salieron de allí envueltos por el tibio aire de primavera. Una semana después la invitó a un sitio mucho más modesto, donde pidieron una ensalada en la cual los trocitos de queso llevaban todavía enganchado el código de barras. Al salir, le preguntó si le había gustado. Y ella respondió sin pensar:

-Bueno, no está mal. Al menos es mejor que el del otro día.

Se enfadó mucho y ella no comprendía por qué, hasta el punto de que Mar quiso ir al metro y volver a casa, pero él le pidió que no se fuera y la abrazó de nuevo y todo se calmó. Sin embargo, fue el primero de una serie de sucesos similares, por ejemplo aquel que desencadenó la ruptura, cuando ella tenía clases por la tarde y le pidió que la acompañara al instituto. Fueron muy abrazados hasta allí pero, unos diez metros antes de llegar, Mar le dijo:

-Bueno, no me acompañes hasta la puerta. Sólo hasta aquí.

Y otra vez se encontró con ese comportamiento extraño. Su antiguo novio no la entendía cuando ella le explicó que si iba hasta allí con él, no podría hablar con sus amigos, y si hablaba con sus amigos, no podría hablar con él, y entonces se agobiaría y se sentiría mal. Lejos de ponerse en su lugar, él se dio media vuelta y se marchó y fue la última vez que se vieron como pareja. Aún recuerda lo que le decían sus amigos aquel mismo fin de semana:

-Tienes que dejarlo. Es un tío raro.
-Está loco.
-Es lo mejor para los dos. No te conviene.

El lunes siguiente quedaron para tomar algo y hablar de su situación.

-Tenemos que dejarlo.
-Mar, todavía te quiero...
-Es lo mejor para los dos. No... nos conviene.

Y Mar rememora todo eso, que ocurrió hace ya casi dos años, mientras alcanza el final de las Ramblas y tuerce la calle que le lleva a su instituto. Antes de llegar, piensa en un detalle que se queda agazapado en su cabeza mientras duran las clases. Al salir, busca en el móvil el número de su antiguo novio, que hace mucho tiempo que no utiliza. Duda un rato, se decide y después de unos minutos le manda este mensaje:

"Hola! K tal? Knto tiempo! Yo muy bien, casi de vacaciones. Oye, 1 cosa. Se k aveces te ves con Jaime. Podrias darle el libro k t deje y las dos pelis? Bsitos!"

Llega a casa y su madre le dice que la ha llamado Vanesa:

-¡Hola Vane!
-¿Qué tal, Mar? Oye, te vienes a mi cumpleaños, ¿no? Acuérdate de que es el sábado por la noche.
-Es que...
-¡Venga! Si estará genial. La sala de salsa está de vicio.
-¡Vale!

Mar cuelga, se sienta en la mesa junto a su familia, corta un pedazo de hamburguesa y se lo come mientras se concentra en la teleserie de los jueves.