domingo, 25 de febrero de 2007

Las chicas de los blogs

Entre los blogs han surgido tanto textos y estilos novedosos como insufribles diarios personales; tanto expertos en cualquier asunto que ofrecen sus conocimientos de una manera directa y apasionada, como pelmazos que son todo pose y pedantería. Un mundo diverso, en constante evolución, abrumador, en el que sin embargo también se ha ido desarrollando una relación particular, concretamente entre el autor y las personas que le escriben comentarios.

Los comentarios, que suelen ser señal de que el blog despierta cierto interés, parten, sin embargo, de una realidad muy distinta que poco tiene que ver normalmente con que alguien comente movido por el interés por lo que se escribe. Es decir, es necesario dedicar tiempo a comentar en otros blogs más o menos afines al espíritu del propio, de tal modo que por pura cortesía los demás también comenten en el nuestro. Estas relaciones se alargan en el tiempo y se acaban formando una serie de habituales que comentan más o menos siempre porque nosotros también lo hacemos. Quizá hay algo de servilismo en todo esto, de adulación mutua, aunque muchas veces sí existe un auténtico interés por lo que se dice, una equivalencia de sensibilidades que favorece esta clase de cordialidad.

Estos lazos servilistas y corteses se disparan en el caso de las chicas que tienen blogs. No les costará conseguir toda una camarilla de admiradores alabando sus excelencias, aunque no exista ningún tipo de calidad u originalidad. Esta clase de chicas responderán pagadas de sí mismas, como una princesa entre el vulgo, conscientes de la admiración y baba reinante, con una especie de ridícula autoimportancia. Muchas veces parece que lo central no es el texto en sí, que por otro lado suele ser, en el mejor de los casos, una basura de la peor calaña, una inmundicia sin ningún tipo de perdón, sino simplemente escuchar comentarios elogiosos e indisimuladamente peloteros. No hay un interés real por lo que se escribe, de hecho es lo de menos. Ellas alimentan su buen nivel de lectores comentando, asimismo, en otros blogs en los que reciben la misma clase de trato zalamero.

Si la chica es guapa y lo demuestra con fotos, o escribe con cierto estilo, lo tiene todo para convertirse en una reina bloguera. Cualquier mínimo atisbo de belleza o inteligencia es exagerado hasta niveles absurdos por una cuestión tan trivial como el sexo y la atracción en el fondo puramente genital que despierta. Hay casos realmente estrafalarios, como el insustancial blog El rincón de Montse Akane: no dice nada relevante, ni siquiera escribe bien y muchas veces se limita a enseñar sus dibujos, sin avergonzarle lo más mínimo que sean por lo general engendros sin ningún tipo de justificación. Sin embargo, es la novia de Viruete, razón más que suficiente para que cada post reciba un buen número de apasionantes comentarios sobre lo bien que le ha quedado dibujado un fémur o unos gorilas del zoo.

Obviamente, estas relaciones de cortesías mutuas tienen sus contraprestaciones, que acaban derivando en hechos que demuestran claramente que lo importante no es lo que escriben, sino que se les diga lo bien que lo hacen. Si no se les comenta porque sinceramente no hay nada que aportar, si se descuida la tarea de responder a sus agudos comentarios o si se les hace cierta mínima crítica hacia alguno de sus textos, borrarán sin temblarles el pulso los enlaces que tan alegremente pusieron el día que se les dijo que eran las nuevas Virginias Woolf de los blogs. La insobornable fascinación que les despertaban nuestros textos, su más ferviente admiración, sus más adornados cumplidos, van todos a parar al botón de eliminar enlace en cuanto dejamos de decirles lo geniales que son escribiendo.

Si queréis, haced la prueba. En la mayoría de los casos, el interés genuino por algún blog en concreto quedará sepultado a las primeras de cambio por el juego hipócrita, servilista, adulador, complaciente, de palmadita en la espalda que campa a sus anchas de manera tan patética por la blogosfera.

lunes, 19 de febrero de 2007

Un carnaval guay

El sábado por la noche voy al Irlandés, y allí me encuentro con mi amigo Javier. Sin embargo, en mi pueblo los días de fiesta la gente no quiere ir al Irlandés, sino al Terraneu, nombre de un pabellón deportivo en el que se suele organizar una especie de discoteca. Enseguida Javier me propone ir allí.
-No sé, creo que me acabo éste y me voy a casa.
Pero insiste, y acepto. Me giro y lo veo hablando con una manzana verde gigante con gafas.

Panorama del Irlandés. En primer plano, un despistado

Caminamos hacia el Terraneu. En principio, a esas horas ya no hay que pagar. Y en este punto es donde tengo que hablar de Bob. Su hermano se llama George. Sus padres no son de Estados Unidos ni Inglaterra, sino campesinos de Málaga, así que el por qué de esos nombres es algo que sólo se podría entender leyendo los posos de café.
A Bob lo tengo visto del gimnasio. Es un tipo alto y ancho, lleno de músculos y con una extraña cara de cafre al puro estilo Poli Díaz. En el gimnasio, entre otras cosas, habla a gritos sobre los polvos que le ha metido a su novia ese fin de semana, se quita la camiseta y hace los ejercicios impregnando de sudor todas las máquinas, y se queja al encargado sobre todo lo que no está bien en la sala y cómo lo arreglaría él. Frecuentemente habla de peleas y de situaciones donde debe imponerse "el que tenga más huevos". Cómo no, ha trabajado como encargado de seguridad del Irlandés. Recuerdo que hace unos años fui allí con una chica a la que él conocía.
-¿Quién es ése? -le preguntó a ella. ¿Tu novio? Pues la debe de tener muy grande.
Sospecho que no le caigo muy bien, por toda una serie de motivos que sería prolijo explicar. Cuando Javier y yo llegamos al Terraneu, resulta que Bob está en la puerta trabajando como encargado de seguridad y controlando quién entra y quién no. Javier lo conoce, así que se le acerca.
-¿Podemos pasar, Bob?
Bob me contempla unos segundos.
-Tú sí -le dice a Javier. Pero tu amigo tiene que pagar.

Bob viene a ser algo así. Su hermano, también.

Me mira con su cara de miserable gusano intentando expresar superioridad. Lo comprendo, porque probablemente en ninguna otra ocasión en la vida va a poder demostrar cierta autoridad sobre mí, por ridícula que sea. Yo estoy cansado y no me apetece meterme allí, y menos pagando.
-Me voy.
Pero Javier se empeña en invitarme. Acepto, porque a fin de cuentas antes le he invitado a una copa. Cuando le doy la entrada a Bob, miro hacia adelante con todo el desprecio del que soy posible, para expresar de la mejor manera lo insignificante que me parece su existencia, como si le estuviera entregando ese billete a un cagarro con brazos.
Una vez dentro, lo de siempre. Una sala con mucho ruido, con mucho frío, con mucha gente. Copas muy cortas de alcohol, igual de caras que en los otros sitios y encima en vasos reciclables de plástico. Intentar que te sirvan en la barra es una proeza. Los camareros sólo sirven a chicas, las camareras sólo a sus amigos y en general hay que apostarse como mendigos suplicando por su ración de pan. Veinte minutos después tenemos al final dos copas, por llamarlas de algún modo. El primer sorbo no deja lugar a la duda: es garrafón de la más vil estirpe.
A pesar de todo, el Terraneu se llena siempre, todo el mundo quiere ir. La gente parece feliz allí disfrazada, temblando bajo sus ligeros disfraces, sin poder hablar por el ruido. Hasta José Rodríguez el guapo, disfrazado de payaso -que por cierto le queda muy apropiado-, se acerca y me saluda.

Un escarmentado de los carnavales de mi pueblo. Ni se acuerda del último fin de semana que salió.

Javier encuentra a un grupo de gente que conoce. Hay algunas chicas. Una de ellas me pregunta:
-¿Qué te parece la música que ponen?
-Una puta mierda.
Ya no vuelve a hablar conmigo. Debe de ser que tengo dos caras. Me aburro y le digo a mi amigo que me voy. Cuando estoy fuera, lanzo la "copa" al suelo, sorteo como puedo a los borrachos y llego a casa. Entro a mi habitación, saco una botella de vino y el abridor, me tumbo un rato y me quedo dormido.

viernes, 16 de febrero de 2007

Pesadillas, miedo a volar, Das Boot, Jimina Sabadú

Desde hace algunos años tengo dos pesadillas que se repiten en esencia. Una de ellas tiene que ver con la altura: de repente me encuentro en un lugar muy elevado, altamente inseguro, en el que no puedo quedarme para siempre y de donde tengo que salir de algún modo, con alto riesgo de caer al vacío: plataformas estrechas que cuelgan del aire sobre un precipicio, picos de un campanario que parece un rascacielos y lugares así. El otro tipo de pesadilla es una invasión zombie (lo siento, ya sé que esto parece una subnormalidad típica del lector medio de Viruete). Están por todas partes y de nuevo mi vida corre peligro. La agonía y la angustia se ceban en mí en esta clase de sueños.

En realidad son downs

Desde hace unos años también se ha incrementado mi miedo a volar hasta niveles preocupantes. Ha sido algo progresivo. Al principio disfrutaba del viaje y podía pasarme quince horas metido en el avión, tranquilamente, admirando el paisaje. Ahora lo paso mal incluso en un simple vuelo de Barcelona a Madrid. He sucumbido a la inquietante idea de estar suspendido a diez quilómetros del suelo en un cilindro de metal. Pido siempre asiento al lado del pasillo, ni se me pasa por la cabeza mirar hacia la ventanilla y tampoco soy capaz hablar con mi vecino de viaje para relajarme. Sólo puedo estar atento a cada ruido de los motores y a no pensar dónde me encuentro realmente.


A tomar por culo el avión

No he explicado todo esto de manera gratuita, sino que me sirve para empezar a hablar de Das Boot, "El submarino", para mí ya todo un clásico y una de las mejores películas bélicas de todos los tiempos. Porque lo que experimenté al verla es lo mismo que me pasa cuando subo a un avión o cuando estoy tumbado en la playa, mirando el cielo, y de repente me pongo nervioso porque imagino que la fuerza de la gravedad se invierte y empiezo a caer en el vacío. La película dura tres horas, pero no se nota, y es minuciosa en detalles sin hacerse pesada. Describe la vida de unos marineros alemanes a bordo de un submarino durante la Segunda Guerra Mundial, en busca de barcos mercantes ingleses.

Es imposible enumerar todas sus virtudes. Desde el impresionante papel de Jürgen Prochnow como capitán del submarino, experimentado, respetado, sensato, que logra en todo momento equilibrar los nervios y los ataques de pánico de un grupo de hombres que navegan encerrados en una estructura de metal a unos 200 metros de la superficie. Increíble en su fortaleza moral, que no se viene abajo ni en los momentos más difíciles, de unas dimensiones humanas admirables. Y hasta esas inquietantes escenas de lucha, en las que sólo vemos lo que la tripulación ve, encerrada en la cabina de combate, y cuando en las profundidades marinas es sometida a cargas de profundidad por los temibles destructores ingleses y su siniestro aleteo. Precisamente en estas escenas experimento esa especie de vértigo universal, de miedo a lo absoluto, a la nada, esa claustrofobia silenciosa que puede acabar en la muerte en cualquier momento.

El capitán: cómo acojonarse sin que lo parezca mientras te caen las bombas

La película no acaba ahí, y como toda obra maestra encierra una filosofía propia, una decepción hacia la vida, un desengaño de los ideales y las heroicidades (no hay más que ver el final), un desconcierto existencial para nada pretencioso, que toca la fibra, como cuando Charlie Sheen dice en Platoon que "en la vida siempre ganan los que hacen trampas". Algo parecido a lo que siento cuando contemplo este vídeo, protagonizado por Jimina Sabadú en un programa de Paramount Comedy:



Vaya por delante que no sé casi nada de Jimina Sabadú, ni me importa demasiado, tan sólo que había escrito alguna mierda para Viruete. Y este vídeo no sólo no me gusta sino que me deprime, me irrita la idea de que lo más diferente, lo más alternativo sin caer en lo bizarro sean cosas así, idioteces de este estilo, una tipeja con las manos colgando como si tuviera alguna enfermedad psicomotriz, ensartando una tontería tras otra para desperdiciar cinco minutos de televisión. Me ofende sobre todo esa especie de despiste simulado con el que dice las cosas, intentando quedar auténtica, rara, divertida, subnormal. Pero es lo que hay.

lunes, 12 de febrero de 2007

La amistad

Esa chica alta, estilizada, no muy guapa de cara pero da lo mismo, porque su cabellera morena, frondosa, ondulada, le da un aire latino y sureño muy de moda en locales de salsa y similares; esa chica a la última, experta en el folklore de su tierra, del que no deja de hablar ni un segundo porque sin duda es un tema apasionante para todos; esa chica dinámica, moderna, emprendedora, que hoy comparte piso en Londres y mañana en París, o en Berlín, o en cualquier gran ciudad europea de la que enseguida dirá que es demasiado aburrida, que lo suyo es Nueva York; esa chica, en definitiva, se llama Amanda y está rodeada de amigos.

Conoce a gente por todas partes. Sus compañeros de piso son amigos, pero también los amigos de sus compañeros de piso, sus compañeros de la agencia de publicidad en la que trabaja, los amigos de sus compañeros de la agencia, sus amigos del gimnasio y un largo listado que cambia de ciudad en ciudad, y a los que visita siempre que puede, porque es cosmopolita y viaja mucho, tanto que ni se acuerda del número de veces que ha montado en avión. A veces tiene sólo dos días para verlos a todos, pero lo consigue a base de exprimir los minutos: ahora va a comer con Julia, luego toma un café con Álex, acompaña al trabajo a Pedro y toma una copa con Margarita antes de volver al aeropuerto. Media hora es suficiente para contarles que va a estudiar un nuevo cursillo, que ha dejado a su novio pero que está empezando a salir con otro chico, que el año que viene viajará a Grecia y que dentro de poco inaugura un nuevo piso compartido. Después cada uno se paga lo suyo, dos besos y hasta la próxima.

Si hablas con ella, te dirá que la noche pasada fue a cenar con los amigos de los compañeros de trabajo de sus amigos, que al final se juntó mucha gente (porque Amanda nunca sale con grupos de menos de veinte personas), que fueron a bailar salsa y que conoció a un chico muy guapo con el que hoy a vuelto a quedar. Y no hará falta que le insistas demasiado para que te enseñe su foto (porque Amanda siempre está sacando fotos a todo lo que se mueve, constantemente, quizá porque de una vida tan trepidante hay que dejar testimonio); te pondrá delante a un tipo de rasgos quizá simiescos, como de boxeador retrasado, pero eso sí, con un consistente y brillante pelo negro peinado con gomina y con unos auténticos músculos de seductor latino. No sabe demasiado de él, sólo que es guapo y tiene dinero, y eso basta, y además han quedado en media hora, así que tiene que irse, de hecho ya ha empezado a hacer cuentas para calcular la parte exacta que le toca pagar de los dos cafés y el pastelito de chocolate que os habéis tomado.

Amanda me recuerda a mucha gente, a otros grupos que se relacionan porque tienen muchas cosas en común, les gusta viajar, estudian idiomas, quedan juntos para organizar salidas, son los amigos de la universidad de una ex novia a los que tuve el gusto de conocer durante una temporada. Divertidos, ingeniosos, gente de mundo, enseguida notabas que pedir un menú compartido en cualquier sitio era tabú, cada uno lo suyo ("¿no sabes que tu coca-cola cuesta medio euro más que mi agua mineral?"), y no hace falta pedir una sangría, que son muy caras y además alguien ha traído de su casa una botella rellena de calimocho que está escondida debajo de la mesa. Me encantó compartir algunos momentos con ellos, como cuando Juan Ramón nos invitó a cenar a su casa y después dijo lo que le tocaba pagar a cada uno, pero eso sí, antes se aseguró de insinuar sutilmente que el último tren estaba a punto de salir, no fuéramos a creer que podíamos quedarnos a dormir allí, porque quizá no tenía camas para todos y no quería que nadie se sintiera discriminado.

Eran muy parecidos a Amanda, incluso en el detalle de las fotos, porque no hay nada mejor que plasmar en una imagen los grandes momentos que pasan en compañía de sus amigos, para que perdure eternamente en el recuerdo el afecto que una vez se tuvieron. Y que por sus cabezas pase aquel día en Port Aventura, cuando Raquel no quiso darle agua a su novio "porque le quedaba muy poca", o no olvidar la figura de Cristina, que no le daba chicles a nadie "porque eran suyos", o recordar con ternura la graciosa agonía de Alberto, que no podía respirar tranquilo hasta que dejaba claro que él sólo se había pedido una cerveza y que era lo único que iba a pagar. Grandes amigos en una vida moderna, joven, que comparten momentos entrañables, una amistad especial, sincera, directa, en la que sólo hace falta callar y mirar hacia otro lado cuando algún desprevenido dice, alegremente: "Dividimos la cuenta entre todos, ¿no?".